Leonardo Padura Fuentes
“Huracán, huracán, venir te siento…”
José María Heredia.
La ciudad de La Habana se acerca a su medio siglo de existencia. La fecha, de alta significación simbólica e histórica, será ocasión de festejos y homenajes seguramente más que merecidos que los habaneros disfrutarán con el orgullo de vivir en una de las ciudades más carismáticas y singulares del mundo: una urbe desbordada y pretenciosa, abocada al mar, pletórica de construcciones de alto valor cultural, histórico, arquitectónico, estético…
Pero, en los días finales del pasado abril, tres horas de lluvia intensa y rachas de vientos que llegaron a rondar los 100 km/h provocaron el colapso de amplias zonas de esta ciudad casi medio centenaria, ubicada, desde siempre, en área de tormentas veraniegas, y en la ruta de los frentes fríos enviados desde el continente y de los devastadores huracanes tropicales.
El resultado de la breve tormenta de abril resultó dramático y revelador: tres derrumbes totales, varios parciales, inundaciones en amplias zonas de varios municipios habaneros, daños menores en muchas viviendas con problemas de cubierta y hermeticidad y muchas pérdidas de bienes materiales de los moradores de las áreas más afectadas por las inundaciones provocadas por el vendaval.
Las imágenes que han circulado por diversos medios, incluidos los oficiales, han sido impactantes. Autos arrastrados por las aguas, ómnibus cargados de pasajeros inundados por la lluvia, gentes en la calle con al agua a la cintura, casas demolidas como si las hubiera afectado un terremoto de alto nivel en las escalas telúricas.
Todo este panorama, producido por una breve tormenta con ráfagas en el rango en que pueden moverse los anuales vientos de cuaresma, ha vuelto a despertar el ancestral temor de los habitantes de la isla (presente entre nosotros incluso desde épocas precolombinas), en este caso específico de los habaneros, ante lo que pudiera ocurrir si, en la lotería meteorológica en que participamos cada año, nos toca recibir a un huracán de media o gran intensidad, con varios días de lluvias copiosas y fuertes vientos sostenidos… Sencillamente podría ser el apocalipsis.
Lo ocurrido con la última tormenta de abril demostró otra vez situaciones y realidades que todos conocemos y padecemos: el estado precario de mucha infraestructura, la insuficiente capacidad de evacuación del sistema de alcantarillado de la ciudad, los problemas con la recogida de desechos sólidos y el elevado estado de deterioro del patrimonio constructivo de una capital en la que viven alrededor de dos millones de personas. Pero, de esos habitantes de la ciudad, una cantidad más que notable vive en zonas envejecidas y mal conservadas y muchas otras en “asentamientos” o barrios emergentes casi invisibles, pero existentes y cada días más numerosos y poblados, en los que un porciento abrumador de viviendas han sido construidas con materiales inapropiados, en zonas vulnerables y no urbanizadas y, por supuesto, sin los requerimientos técnicos más elementales.
Una nueva luz de alarma se ha encendido. O la que hace años está encendida se ha vuelto más intensa.
¿Cómo se puede responder al peligro latente que nos acecha y evitar el desastre? Obviamente no se trata ya de soluciones individuales, aunque estas son necesarias y pueden aliviar los daños, pues cada ciudadano que consiga mejorar las condiciones físicas de su vivienda correría menos riesgos ante lo que alguna vez, inevitablemente, ocurrirá. Solo que las condiciones económicas de las familias más amenazadas (vulnerables) no les permiten –no se lo han permitido en muchísimos años- encarar los costos de una reparación profunda de un inmueble y, mucho menos, la construcción de uno nuevo. Los precios actuales de los materiales de construcción y de la mano de obra resultan prohibitivos para quien dependa de un salario oficial cubano.
Las soluciones que hasta ahora han dado el Estado y el gobierno no resultan suficientes, pues los planes de renovación de viviendas, de entrega de locales estatales a familias albergadas o necesitadas y la construcción de nuevos inmuebles nunca alcanzan a cubrir las necesidades acumuladas y mucho menos a anticiparse a las que se podrían crear ante el peligro del azote de un huracán intenso. Incluso, los métodos de saneamiento de los alcantarillados (que se complica con los problemas de recogida de “basura”) han demostrado ser ineficaces en muchas áreas de la capital, donde se producen estancamientos de agua, desbordamientos de arroyos, colapsos de desagües sanitarios, con los consiguientes daños esenciales y colaterales.
Resulta evidente que se impone buscar nuevas alternativas que, sumadas a viejos planes y lentas soluciones hasta ahora aplicadas, aceleren un proceso de recuperación de las áreas urbanas de la isla, especialmente de la capital cubana, donde se concentra el mayor por ciento del área construida del país, envejecida y mal conservada, tratada por años con remedios y no con curas definitivas. E incluso con desidia.
Al filo de su medio milenio de existencia, La Habana ha mostrado otra vez, con tres horas de lluvia, su vulnerabilidad física. Salvar la ciudad, mejorar la vida de sus moradores es un reto enorme pero que no admite más dilaciones… o… lo que ya sabemos. Como el poeta Heredia todos podemos sentir cómo se acerca el huracán.(2015).
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