Ante el desenfreno guerrerista que se ha apoderado de Donald Trump, en un giro de ciento ochenta grados en relación a sus promesas de campaña e inclusive las primeras semanas de su gestión en la Casa Blanca, cabe formularse la siguiente pregunta: ¿Quién decide la política exterior de Estados Unidos?
En el pasado esta era producto de una tríada compuesta por el Departamento de Estado, la “comunidad de inteligencia” y especialmente la CIA, y el Pentágono. El Congreso tenía un papel mucho menor aunque, coyunturalmente, podía en ciertas ocasiones ejercer una cierta influencia. El presidente escuchaba todas las opiniones y finalmente decidía el curso de acción a tomar. Pero ya desde los años de Bill Clinton la incidencia del Departamento de Estado comenzó a menguar. Fue la propia Madeleine Albright, que ocupó esa Secretaría en el segundo turno de Clinton, quien años más tarde anunciaría el cambio en la misión de la cartera que había estado a su cargo. En términos generales su argumento podría resumirse en estos términos: “antes el Departamento de Estado fijaba la política exterior y el Pentágono la respaldaba con la fuerza disuasiva de sus armas. Ahora es éste quien la determina, y a los diplomáticos nos cabe la misión de explicarla y de lograr que otros gobiernos nos acompañen en nuestra tarea.” Y, recordaba en otra ocasión, que Estados Unidos debe guiar la formulación de la política exterior por el siguiente principio: “el multilateralismo cuando sea posible, el unilateralismo cuando sea necesario”.
Las recientes decisiones bélicas de Trump, violando la Carta de las Naciones Unidas y toda la legalidad internacional, señalan inequívocamente que el Pentágono se ha hecho cargo del tema y que una lógica estrechamente militar preside las intervenciones de Washington en la escena mundial. Siria y Afganistán son dos hitos que marcan este funesto tránsito, y se anticipa que en las próximas horas podría haber un ataque a Corea del Norte para disuadirla de efectuar un nuevo ensayo nuclear previsto para este fin de semana. Si este llegara a producirse la respuesta de Pyonjang podría ser muy violenta, lanzando una represalia sobre blancos preseleccionados en Corea del Sur que desencadenaría una tremenda reacción en cadena.
La militarización de la política exterior de Estados Unidos no es nueva sino que viene afianzándose desde hace muchos años. Sólo que después de los atentados del 11 de Septiembre del 2001 su ritmo se aceleró y adquirió renovados ímpetus en las últimas semanas con los ataques ordenados por Trump. Este conformó un gabinete en donde hay una presencia sin precedentes de militares, en funciones o retirados; ordenó un aumento del presupuesto militar y otorgó más facultades al Departamento de Defensa. Barack Obama no hizo nada para revertir esta nefasta tendencia aunque, en un momento, creyó necesario advertir los riesgos de reducir los problemas y desafíos del sistema internacional a sus aspectos militares. En una conferencia dictada en la Academia Militar de West Point en Mayo de 2014 elogió a su audiencia diciendo que su país tenía las mejores fuerzas armadas del mundo. Pero, apelando a un aforismo muy popular en Estados Unidos agregó que “el hecho de tener el mejor martillo no significa que cada problema sea un clavo”.
La deriva en la cual se encuentra inmersa la Casa Blanca en las últimas semanas desoye explícitamente la advertencia de Obama, de quien podrán decirse muchas cosas menos de haber sido una “paloma”. Ni un solo día de sus ocho años de presidencia Estados Unidos dejó de estar en guerra. Pero se daba cuenta de los riesgos que entrañaba la completa militarización de la política exterior y reservaba algún espacio para la negociación diplomática. Trump y su equipo de “halcones” en cambio creen que basta con el martillo del único ejército global del planeta para enfrentar los desafíos de un sistema internacional en irreversible transición hacia el policentrismo. Interrogado por los periodistas si había ordenado arrojar la “madre de todas las bombas” sobre un objetivo en Afganistán (y cuyo resultado práctico es difícil de dilucidar, dado lo mentiroso de la información reinante) la respuesta de Trump fue espeluznante: “Lo que yo hago es autorizar a mis militares… Les he dado mi total autorización, y eso es lo que ellos están haciendo.” O sea, que el Pentágono ha obtenido un cheque en blanco del magnate neoyorquino y la seguridad y la supervivencia de la especie humana enfrentan un serio riesgo debido a que la mortífera dialéctica de las armas puede terminar desatando una guerra termonuclear que, aún si fuera limitada, tendría efectos catastróficos sobre la vida en el planeta Tierra. Ojalá que este aciago curso de acción sea interrumpido antes de que sea demasiado tarde. Si no, será cuestión de ver otra vez el magnífico film de Stanley Kubrick, “Dr. Insólito, o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”* para anticipar lo que, desgraciadamente, podría ser nuestro futuro.
*Título original en inglés "Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb" (1964). En España fue traducido como "¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú"
En el pasado esta era producto de una tríada compuesta por el Departamento de Estado, la “comunidad de inteligencia” y especialmente la CIA, y el Pentágono. El Congreso tenía un papel mucho menor aunque, coyunturalmente, podía en ciertas ocasiones ejercer una cierta influencia. El presidente escuchaba todas las opiniones y finalmente decidía el curso de acción a tomar. Pero ya desde los años de Bill Clinton la incidencia del Departamento de Estado comenzó a menguar. Fue la propia Madeleine Albright, que ocupó esa Secretaría en el segundo turno de Clinton, quien años más tarde anunciaría el cambio en la misión de la cartera que había estado a su cargo. En términos generales su argumento podría resumirse en estos términos: “antes el Departamento de Estado fijaba la política exterior y el Pentágono la respaldaba con la fuerza disuasiva de sus armas. Ahora es éste quien la determina, y a los diplomáticos nos cabe la misión de explicarla y de lograr que otros gobiernos nos acompañen en nuestra tarea.” Y, recordaba en otra ocasión, que Estados Unidos debe guiar la formulación de la política exterior por el siguiente principio: “el multilateralismo cuando sea posible, el unilateralismo cuando sea necesario”.
Las recientes decisiones bélicas de Trump, violando la Carta de las Naciones Unidas y toda la legalidad internacional, señalan inequívocamente que el Pentágono se ha hecho cargo del tema y que una lógica estrechamente militar preside las intervenciones de Washington en la escena mundial. Siria y Afganistán son dos hitos que marcan este funesto tránsito, y se anticipa que en las próximas horas podría haber un ataque a Corea del Norte para disuadirla de efectuar un nuevo ensayo nuclear previsto para este fin de semana. Si este llegara a producirse la respuesta de Pyonjang podría ser muy violenta, lanzando una represalia sobre blancos preseleccionados en Corea del Sur que desencadenaría una tremenda reacción en cadena.
La militarización de la política exterior de Estados Unidos no es nueva sino que viene afianzándose desde hace muchos años. Sólo que después de los atentados del 11 de Septiembre del 2001 su ritmo se aceleró y adquirió renovados ímpetus en las últimas semanas con los ataques ordenados por Trump. Este conformó un gabinete en donde hay una presencia sin precedentes de militares, en funciones o retirados; ordenó un aumento del presupuesto militar y otorgó más facultades al Departamento de Defensa. Barack Obama no hizo nada para revertir esta nefasta tendencia aunque, en un momento, creyó necesario advertir los riesgos de reducir los problemas y desafíos del sistema internacional a sus aspectos militares. En una conferencia dictada en la Academia Militar de West Point en Mayo de 2014 elogió a su audiencia diciendo que su país tenía las mejores fuerzas armadas del mundo. Pero, apelando a un aforismo muy popular en Estados Unidos agregó que “el hecho de tener el mejor martillo no significa que cada problema sea un clavo”.
La deriva en la cual se encuentra inmersa la Casa Blanca en las últimas semanas desoye explícitamente la advertencia de Obama, de quien podrán decirse muchas cosas menos de haber sido una “paloma”. Ni un solo día de sus ocho años de presidencia Estados Unidos dejó de estar en guerra. Pero se daba cuenta de los riesgos que entrañaba la completa militarización de la política exterior y reservaba algún espacio para la negociación diplomática. Trump y su equipo de “halcones” en cambio creen que basta con el martillo del único ejército global del planeta para enfrentar los desafíos de un sistema internacional en irreversible transición hacia el policentrismo. Interrogado por los periodistas si había ordenado arrojar la “madre de todas las bombas” sobre un objetivo en Afganistán (y cuyo resultado práctico es difícil de dilucidar, dado lo mentiroso de la información reinante) la respuesta de Trump fue espeluznante: “Lo que yo hago es autorizar a mis militares… Les he dado mi total autorización, y eso es lo que ellos están haciendo.” O sea, que el Pentágono ha obtenido un cheque en blanco del magnate neoyorquino y la seguridad y la supervivencia de la especie humana enfrentan un serio riesgo debido a que la mortífera dialéctica de las armas puede terminar desatando una guerra termonuclear que, aún si fuera limitada, tendría efectos catastróficos sobre la vida en el planeta Tierra. Ojalá que este aciago curso de acción sea interrumpido antes de que sea demasiado tarde. Si no, será cuestión de ver otra vez el magnífico film de Stanley Kubrick, “Dr. Insólito, o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”* para anticipar lo que, desgraciadamente, podría ser nuestro futuro.
*Título original en inglés "Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb" (1964). En España fue traducido como "¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú"
Fotograma de "Dr. Insólito", de Stanley Kubrick.
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