"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

lunes, 5 de agosto de 2013

De la Revolución verde a la Agroecología “Las cosechas del futuro”

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 Por Marie-Monique Robin

Por un azar del calendario cuyo secreto sólo conoce la historia, en julio de 2004, justo en el momento en que descubría que el CIMMYT había decidido corregir los efectos perversos de su revolución verde, Kofi Annan, el secretario general de las Naciones Unidas, lanzaba un llamado oficial a lanzar una revolución verde en África. “África aún no ha tenido una revolución verde que le fuera propia”, declaró en presencia de quinientos jefes de Estado, empresarios y representantes de la sociedad civil, durante una conferencia sobre el hambre organizada en Addis–Abeba (Etiopía) el 5 de julio de 2004.
Fragmento representativo del libro de Marie-Monique Robin
El concepto de “revolución verde
Ésa fue la escenografía. Pero antes de presentar en detalle el contenido de aquel difícil “diálogo”, conviene detenerse en lo que fue realmente la “revolución verde”, que suscitó discusiones tan apasionadas. El concepto fue inventado el 8 de marzo de 1968 por el “honorable” William Gaud, entonces el director de la Agencia de los Estados Unidos para el desarrollo internacional (USAID). Ese día, dio un discurso memorable en Washington que ilustra claramente las intenciones “filantrópicas” de esa institución, dependiente del Departamento de Estado. Comenzó enumerando las cosechas récord de trigo y arroz registrados el año anterior en Pakistán, India y Filipinas, indicando en cada caso que se debían a “nuevas variedades de alto rendimiento”. También comentó que “esos resultados obtenidos en el ámbito de la agricultura constituyen el punto de partida de una nueva revolución. No se trata de ninguna violenta revolución roja, como la de los soviets, ni de una revolución blanca, como la del Shah de Irán. La llamaremos revolución verde”.1
Lo que dijo después fue mucho más prosaico: “Para producir estos altos rendimientos, las nuevas variedades requieren muchos más fertilizantes minerales de lo que pueden absorber las variedades tradicionales, lo que Graud agregó después fue mucho más prosaico. Una de las claves de la revolución verde es por lo tanto inducir la demanda, proveerla formando a los campesinos en el uso de fertilizantes. (…) La USAID propone prestar 60 millones de dólares a Pakistán en 1969, y 200 millones a la India, únicamente para que puedan importar fertilizantes, (…) que se han vuelto el elemento central de nuestra ayuda al desarrollo. Es por eso que nuestra Agencia respalda a las empresas norteamericanas en sus esfuerzos por instalar fábricas de fertilizantes en los países que deseen incrementar su producción de alimentos”. En su exposición, el director de la USAID recordó que “esas cosechas milagrosas” eran tributarias de la fundación Rockefeller, que desde 1943 había llevado a cabo un programa de desarrollo de variedades de maíz y trigo de alto rendimiento en México, a instancias de Henry Wallace, el vicepresidente norteamericano. Como fundador del grupo de semillas Pionner e “inventor” del maíz híbrido, quiso ayudar a “modernizar la agricultura” de su vecino sureño exportando el modelo agroindustrial norteamericano. Así fue como en 1944 Norman Borlaugh (1914–2009), un joven agrónomo que había iniciado su carrera en la empresa química Dupont de Nemours[1] fue contratado para dirigir la estación experimental mexicana, bautizada en 1963 Centro Internacional de Mejoramiento del Maíz y del Trigo (CIMMYT)[2].
Pude visitar el CIMMYT ubicado en El Batán, a unos cincuenta kilómetros al este de la ciudad de México, en julio de 2004, cuando preparaba mi documental Blé: chronique d’une mort annoncée.2 Allí recordé la gran saga de este cereal dorado, el trigo, que, desde que el hombre lo domesticó hace unos diez mil años en Mesopotamia, fue implementado en la Grecia antigua, ganó luego Europa occidental, bordeando el Mediterráneo, luego Europa del este, desde los Balcanes. Su progresión fue lenta: ¡un promedio de un kilómetro al año! En el mismo momento, el triticum, nombre científico del trigo, conquistaba Asia del oeste hacia el este: India, a través del valle del Punyab, y China; finalmente, llegó a Egipto hace seis mil años. En el transcurso de ese extenso viaje, este cereal se fue adaptando a las condiciones geográficas (trigos de llanuras o de montaña) y climas, desarrollando una gran biodiversidad. Se estima que, hasta comienzos del siglo XX, existían aproximadamente doscientas mil “poblaciones del país”, es decir variedades locales adaptadas a cada territorio.
En el mismo documental, también me referí a la carencia en granos que acechó a los gobernantes desde la antigüedad, al punto de convertir al trigo en un verdadero desafío económico y político. A partir de fines del siglo XIX, pasó a ser un desafío agronómico e industrial. En efecto, en el momento en que Justus von Liebig desarrollaba su “teoría mineral” (ver supra, Capítulo 4), Henry de Vilmorin (1843–1899), el hijo de un negociante de granos, inventaba un nuevo oficio: el oficio de seleccionador. Con él, el trigo se convirtió en un animal de laboratorio: los científicos se pusieron a estudiar el largo de su paja o la calidad de sus granos, para seleccionar las mejores espigas y forzar su crecimiento. Eso se denominó la “selección genealógica”: desde la aparición de variedades llamadas “mejoradas”, desarrolladas en las estaciones experimentales de los “seleccionadores”, a los que Albert Howard llamaba “ermitas de laboratorios” (ver supra, Capítulo 6), los rendimientos del maíz alcanzaron cifras siderales: en Europa, pasaron de diez quintales por hectárea en 1900, a más de ochenta un siglo después, pero para eso era necesario utilizar masivamente fertilizantes y pesticidas químicos, sin los cuales ese “milagro” desaparecería.
Los “trigos milagrosos” de Norman Borlaugh
En ese contexto interviene Norman Borlaugh, quien sería premiado con el Nobel de la paz en 1970, por su trabajo de… seleccionador. La historia cuenta que dedicó su vida a una única causa: la erradicación de la hambruna. No hay nada que nos permita dudar de su filantropía, pero afirmar que “el modelo agrícola predicado por Borlaugh evitó seguramente mil millones de muertes”,3 resulta un poco apresurado. Yo diría incluso que allí reside el nudo de la polémica que rodea al “padre de la revolución verde”: ¿sus “variedades mejoradas” permitieron acaso reducir el hambre en el mundo o, por el contrario, contribuyeron a que avanzara?
En efecto, ni bien llegó al CIMMYT, este agrónomo norteamericano estuvo a cargo del “programa de mejoramiento” del trigo. “Su primer trabajo estuvo dedicado a crear variedades que pudieran ser cultivadas en cualquier región del mundo, aquí en México, o en el Punyab indio, me explicó Gregorio Martínez, que fue director del departamento de comunicación del CIMMYT durante treinta años. Para eso, seleccionó plantas cuyo gen les permitiera ser insensibles a la extensión del día o de la luz. ¡Es decir que esos trigos pueden crecer en todas las latitudes! Luego, se dedicó a un problema recurrente en las variedades de alto rendimiento: bajo el peso de los granos, los cabos no resisten y terminan inclinándose. Entonces realizó cruzas de trigo con una variedad enana originaria de Japón, Norin 10, que le permitió acortar considerablemente la paja y seguir mejorando los rendimientos, mediante la selección de trigos capaces de absorber grandes cantidades de nitrógeno mineral. Los “trigos milagrosos” tienen así cuatro características: crecen en cualquier lugar, tienen un tallo corto, absorben mucho nitrógeno mineral y producen una enorme cantidad de granos”.
Las variedades enanas del CIMMYT dieron la vuelta al mundo: en el norte, los seleccionadores los utilizaron en sus programas de cruzas. En cuanto a los países del sur, enviaron técnicos a formarse en el CIMMYT, cuyo sobrenombre es “escuela de apóstoles del trigo”. “En Asia, el primer país en adoptarlo fue la India, me explicó Gregorio Martínez. En aquel momento, eso significó la mayor importación de semillas de todos los tiempos”. De hecho, en 1966, mientras que la sequía asediaba al estado de Bihar, causando la “última gran hambruna natural”4 del siglo XX, el gobierno indio importó 18 mil toneladas de semillas del “ trigo milagroso”. De inmediato, el CIMMYT y la fundación Ford, muy bien ubicada para vender maquinarias agrícolas, enviaron sus técnicos al Punyab, que fue el lugar elegido por el gobierno para crear el “granero de trigos” de la India debido a sus abundantes recursos en agua. En algunos años, el Estado se metamorfoseó: los cultivos hortícolas de subsistencia fueron abandonados en provecho de amplios monocultivos irrigados y repletos de fertilizantes y pesticidas químicos. Al verse en la imposibilidad de insertarse en ese modelo agrícola capitalista, decenas de miles de pequeños campesinos tuvieron que vender sus lotes de tierra, lo que dio lugar a la desaparición de un cuarto de las explotaciones agrícolas. Pero la producción nacional de trigo alcanzó niveles récord al pasar, según documentos oficiales del CIMMYT, “de 12,3 millones de toneladas en 1995 a 20,1 millones de toneladas en 1970; y en 1974, la India alcanzó el autoabastecimiento en la producción de cereales”.
Pero, “a qué precio”, como escribió en 1940 Albert Howard que había vislumbrado el desastre ambiental y sanitario que provocarían los fertilizantes químicos en su tierra de adopción. “Al agregar esos cuerpos, el equilibrio de la fertilidad sufrirá un desorden debido a los fenómenos de oxidación que terminarán minando el capital de las Indias, haciendo desaparecer la cantidad de humus necesaria, advertía treinta años antes de la llegada de la revolución verde. Por supuesto, llegaron a registrarse mejores cosechas durante algunos años, pero a qué precio (disminución de la fertilidad, de la producción, de la calidad, enfermedades de las plantas, de los animales y de los hombres y, finalmente, enfermedades del suelo mismo, tales como la erosión y un desierto de suelos alcalinos). Poner a disposición de los cultivadores semejante medio pasajero de incrementar las cosechas sería más que una falta de juicio; sería un crimen”.5
Kofi Annan, Bill Gates y Monsanto
Por un azar del calendario cuyo secreto sólo conoce la historia, en julio de 2004, justo en el momento en que descubría que el CIMMYT había decidido corregir los efectos perversos de su revolución verde, Kofi Annan, el secretario general de las Naciones Unidas, lanzaba un llamado oficial a lanzar una revolución verde en África. “África aún no ha tenido una revolución verde que le fuera propia”, declaró en presencia de quinientos jefes de Estado, empresarios y representantes de la sociedad civil, durante una conferencia sobre el hambre organizada en Addis–Abeba (Etiopía) el 5 de julio de 2004. “Con el adecuado apoyo nacional e internacional, África puede realizar realmente la revolución verde del siglo XXI que necesita”, insistió el jefe de la ONU, haciendo un llamado para desarrollar “pequeños sistemas de irrigación” y a “restaurar la salud de los suelos mediante técnicas de agroforestación y mediante el uso de fertilizantes orgánicos y minerales”. También recomendó que no se “temiera evaluar el potencial de la biotecnología, que puede contribuir a alcanzar los Objetivos de desarrollo del milenio”. Luego citó a “ Norman Borlaugh”, el padre de la revolución verde asiática: ‘quien tenga la panza vacía no puede defender el medio ambiente’.
Inmediatamente después, dos pesos pesados de los subsidios privados al desarrollo respondieron a su llamado: la infaltable fundación Rockefeller, pero también –y sobre todo– la fundación Bill y Melinda Gates. Así fue como se creó en 2006, la Alianza para una revolución verde en África, cuyos principales donantes son hoy la “B&MG” tal como se la denomina, y en segundo lugar, la fundación Rockefeller, el Ministerio de Asuntos Extranjeros sueco, el Departamento para el Desarrollo Internacional del Reino Unido y la… Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, uno de cuyos directores –William Gaud– fue el inventor del concepto de “revolución verde”.
Ahora bien, la B&MG creada en 1994 por el fundador de Microsoft, que gestiona un capital de más de 30.000 millones de dólares, no ha dejado de suscitar dudas en cuanto a sus prácticas y motivaciones. De un lado, tenemos a un multimillonario filantrópico que invierte en campañas de vacunación o de acceso a la salud para “salvar vidas en los países pobres”, tal como lo declara su sitio web. Pero del otro lado, para financiar sus programas de beneficencia, el mismo empresario invierte sin vacilaciones en “numerosas empresas que no tienen ningún sentido de la responsabilidad social si se tiene en cuenta su laxitud ambiental, su discriminación salarial, su desprecio por el derecho laboral o también sus prácticas antiéticas”, tal como escribe Los Angeles Times.9 El periódico californiano reveló así que la fundación Bill y Melinda Gates era accionaria en “empresas norteamericanas y canadienses consideradas como las más contaminantes del mundo, tales como ConocoPhillips, Dow Chemical, Tyco International”, pero también en empresas petroleras como Royal Dutch Shell, Exxon Mobil y Total que “contaminan el delta del Níger mucho más allá de lo que les sería permitido hacer en Estados Unidos o en Europa” y que “enferman a los niños” –a los que, por otra parte, la “fundación ayuda a curar”. Esta doble faceta sería el “oscuro secreto” de los “grandes filántropos”, explicó Paul Hawken, un especialista en inversión responsable: “Las fundaciones dan apoyo a grupos que se proponen remediar el futuro pero con sus inversiones, hipotecan ese mismo futuro”.10
Fue precisamente por sus dos rostros contradictorios, como los del dios Jano, que algunos se preguntaron por las motivaciones reales que llevaron a Bill Gates a apoyar la Alianza para una revolución verde en África, cuyo objetivo declarado era “reducir la inseguridad alimentaria en al menos veinte países de aquí a 2020”. La respuesta a esa pregunta no resulta fácil, por supuesto, pero pueden sin embargo esbozarse sus grandes líneas tomando en cuenta un discurso que pronunció el fundador de Microsoft ante el Chicago Council on Global Affairs, un think tank norteamericano muy influyente en el ámbito político y económico, el 24 de mayo de 2011. Bill Gates comenzó mencionando y exhibiendo la foto de “Odetta, una madre soltera con dos hijos”. Ella explota media hectárea al este de Kenia y “gana menos de un dólar por día”. “Pero hace un año, su vida comenzó a cambiar, cuando fue beneficiada por el Programa Alimentario Mundial (PAM) que compra grandes cantidades de alimentos –generalmente producidos en grandes explotaciones –para alimentar a personas afectadas por la hambruna u otras catástrofes. Gracias a una iniciativa que hemos ayudado a financiar, el PAM comenzó a comprar alimentos a pequeños campesinos. Le propuso a Odetta y a otras familias de su pueblo que si mejoraban la calidad de su maíz y sus porotos, se las pagaría a buen precio”. El final de la historia se parece extrañamente a la de John Otiep (ver supra, Capítulo 6) aunque puede dudarse del tiempo que durará ese experimento: Odetta “tomó prestado dinero”, (no así John) para aumentar su producción y, hoy en día, puede alimentar a toda su familia, pagar los gastos escolares de sus hijos e incluso hizo agrandar su casa.
Hasta entonces, la exposición de Bill Gates no tenía nada extraño. Pero lo que vino después me resultó más cuestionable, cuando pasó a describir las “estrategias” necesarias, según él, para alcanzar semejantes milagros. La resumió en una palabra, la “innovación”, que debía centrarse en cuatro ámbitos: “las semillas, los mercados, las técnicas agrícolas y la asistencia extranjera”. El hombre de negocios dio entonces precisiones sobre su idea: “La asistencia extranjera significa que los donantes apoyen planes nacionales que provean a las familias campesinas de nuevas semillas, herramientas, técnicas y mercados. (…) Nuestro enfoque no tiene nada que ver con la vieja concepción de los donantes y los beneficiarios. Se trata aquí de un negocio y de inversores (...) y de una causa que contribuye a hacer progresar los intereses de los Estados Unidos”.
Ahora queda claro. Se entiende mejor, en todo caso, por qué la fundación B&MG contrató a Robert Horsch quien, después de veinticinco años de leales y buenos servicios para... Monsanto, fue nombrado a la cabeza del “programa del desarrollo global” al que está asociada la AGRA. O también por qué la fundación otorgó 5,4 millones de dólares a un laboratorio de biotecnología de St Louis (Missouri), la sede de... Monsanto, con el objeto de colaborar con los “gobiernos africanos para que autoricen experimentos en campos de banana, arroz, sorgo y mandioca transgénicos con una tenencia reforzada de vitaminas, minerales y proteínas”, tal como lo recibió el St Louis Post Dispatch, el 8 de enero de 2009. O por qué, además, este multimillonario “filántropo” apoya un proyecto de desarrollo de un maíz resistente a la sequía en Kenia, a cargo de… Monsanto, con el apoyo de CIMMYT, tal como fue revelado por Gerald Steiner, vicepresidente de… Monsanto, durante una audiencia ante el Congreso en julio de 2010. Con respecto a “Feed the Future”, un programa de desarrollo del gobierno norteamericano también subvencionado por la fundación B&MG, ese mismo discurso de Steiner fue de una claridad deslumbrante: “Feed the Future es una iniciativa muy atractiva porque tiene en cuenta imperativos del mercado en el cual deben operar Monsanto y otras empresas. Queremos hacer el bien en el mundo, pero también queremos satisfacer a nuestros accionistas”11. Finalmente –pues es lo último que mencionaré–, se entiende por qué la fundación B&MG invirtió 35 millones de dólares para que el doctor Charles Waturu del Instituto de investigación agrícola de Kenia (KARI) desarrollara un algodón transgénico Bt perteneciente a... Monsanto.
Son pocas las entrevistas en las que Bill Gates explica su supuesta pasión por las plantas transgénicas. La última, y más completa, fue difundida por ABC News el 2 de febrero de 2012, durante el talk–show de Larry Cohen. Confieso que me dejó sumamente perpleja. “Las técnicas que utilizamos han sido inventadas por la medicina humana, comentó, mostrándose por lo visto muy solvente en el tema, aunque ese “nosotros” ponía en evidencia su gran cercanía respecto de los fabricantes de OGM. Y para la medicina humana, nunca existe un rechazo total de todos los medicamentos que han sido creados de este modo. Nunca se da tampoco una aceptación total. En realidad, cada nuevo medicamento es testeado. Luego, en cada país existen científicos que verifican cuáles son los beneficios y los riesgos de la nueva molécula. Y entonces deciden. Se trata de un sistema muy sofisticado que apunta a optimizar el bienestar humano. Ecoportal.net
De la campana
www.delacampana.com.ar
Nota
[1] En 1962, la fundación Rockefeller y la fundación Ford crearon el Centro internacional de investigación sobre el arroz (IRRI) en Los Baños, Filipinas, basándose en el modelo del CIMMYT.
[2] En mi libro El veneno nuestro de cada día, describí extensamente las actividades delictivas de esta empresa norteamericana, fundada en julio de 1802 en Wilmington (Delaware) por una familia de la nobleza francesa que huía de la Revolución. La empresa hizo fortuna produciendo pólvora para cañones, luego en la química (nailon, nylon, teflón) y los pesticidas, comercializando el Zyklon B desarrollado por Fritz Haber (ver supra, Capítulo 4)–. Luego se convirtió en uno de los líderes en el mercado de semillas OGM.

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