Imprimir artículo
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
Mientras la gran mayoría vive aún en
una economía deprimida, los ricos han recuperado sus pérdidas
Hace unos días, The New York Times publicaba un
reportaje sobre una sociedad cuyos cimientos estaban siendo socavados por la
desigualdad extrema. Esta sociedad proclama que recompensa a los mejores y más
brillantes, independientemente de cuáles sean sus antecedentes familiares. En
la práctica, sin embargo, los hijos de los ricos se benefician de oportunidades
y relaciones inaccesibles para las criaturas de las clases media y trabajadora.
Del artículo se desprende que la brecha entre la ideología meritocrática de la
sociedad y su realidad cada vez más oligárquica está teniendo un efecto
profundamente desmoralizador.
El reportaje explicaba, en pocas palabras, por qué la desigualdad
extrema es destructiva, por qué suena hueca la afirmación de que las
desigualdades no son importantes siempre que haya igualdad de oportunidades. Si
la diferencia entre los ricos y el resto de la gente es tal que los primeros
viven en un universo social y material diferente, con esto basta para vaciar de
sentido cualquier noción de igualdad de oportunidades.
Por cierto, ¿de qué sociedad estamos hablando? La respuesta es: de la
Escuela de Negocios de Harvard, una institución de élite actualmente
caracterizada por una profunda división interna entre los alumnos corrientes y
una especie de aristocracia de hijos de familias adineradas.
La cuestión, por supuesto, es que en Estados Unidos las cosas funcionan
como en la escuela, o incluso peor, algo que parecen confirmar los últimos
datos sobre la renta de los contribuyentes.
Los economistas Thomas Piketty y Emmanuel Sáez han recopilado esos datos
durante la última década y han utilizado las cifras de la Hacienda
estadounidense para calcular la concentración de renta en las clases altas
estadounidenses. Según sus cálculos, la parte correspondiente a las rentas más
altas sufrió un golpe durante la Gran Recesión, cuando cosas como las
plusvalías o las primas de Wall Street decayeron temporalmente. Pero los ricos
han vuelto con fuerza, hasta el punto de que el 95% de los ingresos de la
recuperación económica desde 2009 han ido a parar al famoso “1%”. De hecho, más
del 60% fue al 0,1% de la población con los ingresos más altos, gente cuyas
rentas anuales superan los 1,9 millones de dólares.
Básicamente, mientras que la gran mayoría de estadounidenses vive aún en
una economía deprimida, los ricos han recuperado casi todas sus pérdidas y
siguen avanzando posiciones.
Un inciso: estas cifras deberían (aunque probablemente no lo harán)
acabar por fin con las pretensiones de que la desigualdad creciente se debe tan
solo a que a los que tienen un mejor nivel de instrucción les va mejor que a
los menos preparados. Solo una pequeña parte de los licenciados universitarios
accede al selecto círculo del “1%”, mientras que muchos jóvenes con un alto
nivel de formación —la mayoría, incluso— están pasando por momentos muy
difíciles. Tienen sus títulos, con frecuencia conseguidos a costa de adquirir
deudas importantes, pero una gran parte de ellos siguen sin empleo o están
subempleados, mientras que muchos más descubren que acaban realizando trabajos
en los que no hacen uso de sus costosos estudios. El licenciado universitario
sirviendo cafés en Starbucks es un tópico, pero refleja una situación
absolutamente real.
¿A qué se deben estos astronómicos ingresos de las clases más altas?
Sobre este punto existe un intenso debate, en el que algunos economistas siguen
afirmando que las rentas increíblemente altas reflejan contribuciones
igualmente increíbles a la economía. Creo que ya he señalado que una gran parte
de esas rentas superaltas procede del sector financiero que, como posiblemente
recordarán, es el sector que los contribuyentes tuvieron que rescatar después
de que su inminente quiebra amenazase con arrastrar al fondo a toda la economía.
En todo caso, sea cual sea la causa de la concentración creciente de la
renta en las clases más altas, el efecto es que está socavando todos los
valores que definen a Estados Unidos. Año tras año nos vamos apartando de
nuestros ideales. Los privilegios heredados están desplazando a la igualdad de
oportunidades, y el poder del dinero está ocupando el lugar de la verdadera
democracia.
¿Qué podemos hacer, entonces? Por el momento, un cambio como el que tuvo
lugar durante el New Deal —una transformación que creó una sociedad con una
clase media, no solo mediante programas gubernamentales, sino aumentando
considerablemente el poder de negociación de los trabajadores— parece estar
políticamente fuera de alcance. Pero esto no significa que haya que renunciar a
avances más limitados, a iniciativas que al menos puedan contribuir en algo a
igualar las reglas del juego.
Por ejemplo, la propuesta de Bill de Blasio, que consiguió el primer
puesto en las primarias de los demócratas del martes y que probablemente sea el
próximo alcalde de Nueva York, de proporcionar una educación preescolar
universal, pagándola mediante un pequeño recargo tributario a los que tienen
rentas superiores al medio millón de dólares. Por supuesto, los sospechosos de
rigor lloran y se lamentan de que se ha herido sus sentimientos; lo han estado
haciendo, y mucho, durante los últimos años, aunque estuviesen ganando dinero a
manos llenas. Pero, sin duda, es justo lo que habría que hacer: cobrar
impuestos a los ricos cada vez más ricos, aunque sea un poco, para que los
hijos de los menos favorecidos también tengan oportunidades.
Algunos expertos ya están insinuando que el ascenso inesperado de De
Blasio es la punta de lanza de un nuevo populismo económico que sacudirá a todo
nuestro sistema político. Parece prematuro afirmarlo, pero espero que estén en
lo cierto, porque la desigualdad extrema sigue aumentando, y está envenenando a
nuestra sociedad.
© New York Times Service 2013
Traducción de News
Clips
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar