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Por Leonardo Padura*
Por Leonardo Padura*
Café Fuerte
Hay un país del mundo donde un maletero de hotel, o un parqueador callejero de automóviles, hasta un vendedor de aguacates gana más dinero que un médico, un ingeniero, un profesor universitario.
Ese país, por supuesto, tiene que ser extremadamente singular, atípico y, por ello, para conseguir una existencia más digna, los ingenieros deviene maleteros o taxistas, los profesores dedican una parte de sus horas a repasar alumnos por salarios que triplican -o más- su estipendio oficial, y hay médicos que crían cerdos o dependen de los regalos de sus pacientes o la remesa que desde el exterior les envía algún pariente. Es un país donde se han emprendido cambios para recuperar la “normalidad” alterada por las deformaciones de la singularidad, en un proceso lento pero necesario, cuyos últimos objetivos y formas (otro caso de singularidad) no conocen de modo claro los que viven en él. Los que vivimos en ese país.
Desde los inicios de la revolución de Fidel Castro, muy pronto anunciada como un proceso político y económico de carácter socialista, Cuba comenzó a convertirse en ese país singular. Mientras el gobierno se dedicaba a practicar una política internacional de marcado carácter tercermundista (con un notable énfasis en la solidaridad internacional, el espíritu latinoamericanista, etc.), hacia el interior de la sociedad se aplicaban beneficios más bien propios del primer mundo, que iban desde el acceso gratuito a una medicina, una educación, una práctica deportiva de calidad, hasta el pleno empleo, el ascenso social e intelectual de la mujer y otros muchos. Para que los cubanos viviéramos en el primer mundo faltaron siempre, sin embargo, las posibilidades de satisfacer determinadas preferencias materiales, o la posibilidad de vivir en una sociedad abierta al mundo, a la confrontación de ideas, la opción aceptada al desacuerdo.
Ciudadanos de un segundo mundo
La combinación de uno y otro extremo de ese diapasón de posibilidades e imposibilidades, nos colocó en una especie de “segundo mundo” que tenía elementos de uno y otro de los conocidos… a la vez que le faltaban otros aspectos, casi en igual proporción. El resultado –o uno de ellos- fue revestirnos de nuestra peculiaridad política y social, madre de la singularidad visible en las vidas y opciones de los individuos.
En los últimos 20, casi 25 años -los que corren desde la desaparición de la Unión Soviética y su soporte económico-, la singularidad cubana se incrementó: en medio de tanto derrumbes, el gobierno persistió en el modelo socialista ya establecido, mantuvo su proyección internacional tercermundista, pero de los beneficios del primer mundo pocos sobrevivieron o han sobrevivido, con lastres y abolladuras: una educación pública que ha perdido calidad, una salud gratuita que se dispensa en hospitales a veces ruinosos, una práctica deportiva que, sin decirlo a las claras, ha arriado la bandera antes orgullosa del amateurismo, el reconocimiento de que el Estado/gobierno no puede emplear y pagar salarios dignos a cada cubano, el renacer de la prostitución, etc… y la ya mentada necesidad del ingeniero de reciclarse como taxista.
Con el proceso de cambios emprendido en los últimos cinco, seis años, la singularidad cubana empieza pues a diluirse en un movimiento que nos acerca cada vez más, y de forma dramática para la mayoría de la población, a formas y soluciones vitales más cercanas al tercer mundo con que el comulgamos y al que pertenecemos que al primer mundo con el que intentamos competir… al menos en determinadas disciplinas. Si bien es cierto que la mortalidad infantil cubana es menor que la norteamericana, que el país gradúa médicos en cantidades suficientes para enviarlos a trabajar a Venezuela, Brasil y otras decenas de países del mundo sin que colapse su sistema sanitario, también es cierto que lenta pero inexorablemente se va convirtiendo en un país en donde unos (esa dramática minoría) tienen más que otros (esa trágica mayoría), en el que para mantener su control político el gobierno ha debido emprender una cruzada contra la corrupción, en el que lenta pero visiblemente renace la empresa privada… porque tanta singularidad resultaba insostenible, incluso para seguir siendo parte del tercer mundo.
*Este artículo fue publicado inicialmente en portugués por el periódico brasileño Folha de S.Paulo. Aparece en CaféFuerte con el consentimiento de su autor.
Hay un país del mundo donde un maletero de hotel, o un parqueador callejero de automóviles, hasta un vendedor de aguacates gana más dinero que un médico, un ingeniero, un profesor universitario.
Ese país, por supuesto, tiene que ser extremadamente singular, atípico y, por ello, para conseguir una existencia más digna, los ingenieros deviene maleteros o taxistas, los profesores dedican una parte de sus horas a repasar alumnos por salarios que triplican -o más- su estipendio oficial, y hay médicos que crían cerdos o dependen de los regalos de sus pacientes o la remesa que desde el exterior les envía algún pariente. Es un país donde se han emprendido cambios para recuperar la “normalidad” alterada por las deformaciones de la singularidad, en un proceso lento pero necesario, cuyos últimos objetivos y formas (otro caso de singularidad) no conocen de modo claro los que viven en él. Los que vivimos en ese país.
Desde los inicios de la revolución de Fidel Castro, muy pronto anunciada como un proceso político y económico de carácter socialista, Cuba comenzó a convertirse en ese país singular. Mientras el gobierno se dedicaba a practicar una política internacional de marcado carácter tercermundista (con un notable énfasis en la solidaridad internacional, el espíritu latinoamericanista, etc.), hacia el interior de la sociedad se aplicaban beneficios más bien propios del primer mundo, que iban desde el acceso gratuito a una medicina, una educación, una práctica deportiva de calidad, hasta el pleno empleo, el ascenso social e intelectual de la mujer y otros muchos. Para que los cubanos viviéramos en el primer mundo faltaron siempre, sin embargo, las posibilidades de satisfacer determinadas preferencias materiales, o la posibilidad de vivir en una sociedad abierta al mundo, a la confrontación de ideas, la opción aceptada al desacuerdo.
Ciudadanos de un segundo mundo
La combinación de uno y otro extremo de ese diapasón de posibilidades e imposibilidades, nos colocó en una especie de “segundo mundo” que tenía elementos de uno y otro de los conocidos… a la vez que le faltaban otros aspectos, casi en igual proporción. El resultado –o uno de ellos- fue revestirnos de nuestra peculiaridad política y social, madre de la singularidad visible en las vidas y opciones de los individuos.
En los últimos 20, casi 25 años -los que corren desde la desaparición de la Unión Soviética y su soporte económico-, la singularidad cubana se incrementó: en medio de tanto derrumbes, el gobierno persistió en el modelo socialista ya establecido, mantuvo su proyección internacional tercermundista, pero de los beneficios del primer mundo pocos sobrevivieron o han sobrevivido, con lastres y abolladuras: una educación pública que ha perdido calidad, una salud gratuita que se dispensa en hospitales a veces ruinosos, una práctica deportiva que, sin decirlo a las claras, ha arriado la bandera antes orgullosa del amateurismo, el reconocimiento de que el Estado/gobierno no puede emplear y pagar salarios dignos a cada cubano, el renacer de la prostitución, etc… y la ya mentada necesidad del ingeniero de reciclarse como taxista.
Con el proceso de cambios emprendido en los últimos cinco, seis años, la singularidad cubana empieza pues a diluirse en un movimiento que nos acerca cada vez más, y de forma dramática para la mayoría de la población, a formas y soluciones vitales más cercanas al tercer mundo con que el comulgamos y al que pertenecemos que al primer mundo con el que intentamos competir… al menos en determinadas disciplinas. Si bien es cierto que la mortalidad infantil cubana es menor que la norteamericana, que el país gradúa médicos en cantidades suficientes para enviarlos a trabajar a Venezuela, Brasil y otras decenas de países del mundo sin que colapse su sistema sanitario, también es cierto que lenta pero inexorablemente se va convirtiendo en un país en donde unos (esa dramática minoría) tienen más que otros (esa trágica mayoría), en el que para mantener su control político el gobierno ha debido emprender una cruzada contra la corrupción, en el que lenta pero visiblemente renace la empresa privada… porque tanta singularidad resultaba insostenible, incluso para seguir siendo parte del tercer mundo.
*Este artículo fue publicado inicialmente en portugués por el periódico brasileño Folha de S.Paulo. Aparece en CaféFuerte con el consentimiento de su autor.
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