Imprimir artículo
Aquella alborada lo cambió todo. Los campos se quedaron a la espera del corte, el ingenio no molió azúcar esa vez y los negros —al fin emancipados— emprendieron junto a Céspedes el único camino posible hacia la libertad
Mailenys Oliva Ferrales
digital@juventudrebelde.cu
MANZANILLO, Granma.— La añeja máquina, testigo tantas veces del ir y venir de pies descalzos y cuerpos fatigados por el trabajo forzado en los cañaverales, persiste allí a pesar del tiempo, «atada» para la historia a un jigüe, que la preserva junto a una rueda y la emblemática campana, como símbolos fehacientes de lo ocurrido en aquel ingenio el 10 de octubre de 1868.
Pero La Demajagua es más que su campana, un árbol y las ruinas de una máquina de vapor. Es más que su manifiesto, el juramento y la bandera.
Allí, donde acaeció el parto de la nación cubana, tras años de árida gestación, se revive cada octubre la hazaña de un hombre insigne y la de los patriotas que lo secundaron.
Allí, muy cerca del mar, se cuenta a los bisoños que recién estrenan sus pañoletas de pioneros, cómo Céspedes se desprendió de sus posesiones, esclavos y comodidades para exigir desde las precariedades de la manigua y con el machete en la mano, los derechos negados por España a los criollos durante más de tres siglos.
Sin embargo, a veces suelen quedar inexpresados anécdotas, reflexiones y pequeños detalles, tejidos alrededor de la grandeza histórica de ese 10 de octubre.
¿Cuál fue el origen de la delación que obligó a adelantar los acontecimientos? ¿Por qué Grito de Yara, si fue en Manzanillo? y qué motivos llevaron a elaborar una nueva bandera, son solo algunas de las interrogantes que no se deben perder de vista a la hora del recuento.
Conspiración delatada
El acto de rebeldía en La Demajagua no fue un hecho improvisado. Antes le precedieron meses y días de ebullición mediante reuniones, debates y diálogos acalorados que perseguían encauzar las acciones.
San Miguel del Rompe, en Las Tunas, y El Rosario, cerca de Manzanillo, fueron dos de los sitios que acogieron los días 4 de agosto y 6 de octubre, respectivamente, a los conspiradores del movimiento para, entre otras decisiones, designar a Carlos Manuel de Céspedes como el general en jefe del Ejército Libertador.
No faltaron, no obstante, las discrepancias. Patriotas como Francisco Vicente Aguilera abogaban por la espera de armas, contar con dinero y pertrechar a los hombres. Mientras Céspedes, convencido de que en las conspiraciones nunca falta un traidor que las descubra, apelaba a una solución más simple: arrebatarles las armas al enemigo.
Y fue certero el Padre de la Patria. La delación —acaso por imprudencia— no se hizo esperar.
En la mañana del 7 de octubre una beata reveló en el confesionario de la Iglesia de la Purísima Concepción de Manzanillo, a Tomás Felipeal, cura de esa parroquia, las andanzas de su esposo Trinidad Ramírez y los vínculos de este con un grupo de hombres dispuestos a alzarse en armas.
«El Padre, violando todo secreto de confesión, le cedió esa revelación al Teniente Gobernador de Manzanillo. De ahí que esa misma tarde llegara al correo de Bayamo una orden del Capitán General de la Isla, Francisco Lersundi, mandando poner presos a Céspedes, su hermano Francisco Javier, Pedro, «Perucho», Figueredo, Bartolomé Masó, Aguilera y otros conocidos desafectos de la región», explica el historiador e investigador granmense Aldo Daniel Naranjo.
La conspiración estaba descubierta. Pero quiso el destino que el director del telégrafo, Ismael de Céspedes y Yero, sobrino de Carlos Manuel, descifrara la clave del telegrama. Al conocer el contenido no lo dudó un instante. Tomó un coche y se fue al ingenio Las Mangas, propiedad de Perucho. Desde allí se determinó avisar a los implicados.
La complejidad de la situación conllevó a que algunos patriotas como Francisco Maceo Osorio y Donato Mármol se retiraran a sus haciendas; pero cuando la noticia llegó a Céspedes, su decisión fue firme: jugarse el todo por el todo. ¡Había llegado la hora!
9 de octubre, la antesala
¿Hubo acaso acciones preliminares a la madrugada del 10 de octubre? La respuesta es sí. Conocidas las intenciones de Céspedes, en la zona de Guatíberes, al norte de Yara, se reunieron el 9 de octubre más de 120 patriotas con Ángel Maestre a la cabeza. En San José, finca cercana a Manzanillo, Bartolomé Masó se acaudilló con otro grupo y en Guá, Manuel de Jesús Calvar congregó a más de 80 hombres.
Sin embargo, no se puede dejar de resaltar los hechos acontecidos ese día en la finca Caridad de Macaca, posesión de Pedro María de Céspedes, hermano de Carlos Manuel. Cuando hasta ese sitio llegó Francisco Estrada Céspedes, sobrino político del Padre de la Patria, con la noticia de que al día siguiente su tío se alzaría en armas, Pedro expresó: «¿A qué esperar a mañana si podemos hacerlo hoy?». Y junto a 400 hombres salió rumbo a La Demajagua.
En tanto, en el ingenio la vida era un hervidero. Céspedes daba órdenes, ultimaba detalles, «cocinaba» ideas en la redacción de un manifiesto y proyectaba sobre un papel, al lado de otros patriotas, un nuevo estandarte que los acompañaría como símbolo en la guerra.
¿Otra bandera?
Aunque algunos textos afirman que los reunidos en La Demajagua no recordaban la estructura de la bandera enarbolada por Narciso López, otros escritores, en cambio, consideran que la decisión de un nuevo pabellón descansaba en el hecho de iniciar un proceso «sano», sin fracasos como antecedente.
Por otro lado, Céspedes no veía la lucha como un hecho insular aislado del resto del mundo; su sentido de la solidaridad internacional era amplio y bajo ese precepto concibió un estandarte con los mismos colores de la bandera de Chile (blanco, azul y rojo), pues esa nación había desafiado a España en 1866 y quedarían creados así dos focos de enfrentamiento a la metrópoli.
Encargada a las amorosas manos de la joven Candelaria Acosta, hija de un trabajador libre del ingenio, la bandera recibió sus últimas puntadas el mismo 10 de octubre.
Esa madrugada, cerca de las cuatro, ya Céspedes estaba en pie, pues según pensaba «el primer deber de un soldado de la libertad es que no lo sorprenda la aurora dormido». A esa hora también despertó al músico Manuel Muñoz Cedeño, a quien le entregó una carta dirigida a Perucho Figueredo, donde en clave exponía: He reunido al ganado y con la piara me dirijo a Bayamo.
Unas horas después se escuchaba el grito de independencia.
Grito de Yara: ¿por qué?
No pocos han asumido el alzamiento de La Demajagua como el Grito de Yara, y ese pensamiento no es errado, si se analiza como un único proceso. Sin embargo, el ataque a esta ciudad no ocurrió el día 10, sino entrada la tarde del 11 de octubre, casi al anochecer.
Aunque en el plan inicial estaba el inmediato ataque al poblado, debido a las circunstancias del levantamiento se postergó la salida.
«Acampados el día 11, cerca de una legua (poco más de 1,8 kilómetros) de Yara, Céspedes envió a dos emisarios para evaluar la situación, pero estos no coincidieron con la llegada de un refuerzo militar proveniente de Bayamo», señala el historiador de la ciudad de Yara, Osvaldo Ramón Parra.
Sorprendidos ante la emboscada, la confusión se apoderó de los inexpertos patriotas y la deserción fue inevitable. Solo 12 hombres portadores de armas no abandonaron junto a Céspedes la batalla, pero estos no pudieron hacer frente al enemigo, por lo que se ordenó la retirada.
Mientras cabalgaban, uno del grupo se atrevió a exclamar cortando el silencio de la noche: ¡Todo está perdido! Y cuentan que con rapidez inesperada se vio detener el caballo de Céspedes. Este se empinó sobre los estribos, volvió el rostro y dirigiéndose al que había hablado, le replicó con cruda energía: «¡No, aún quedan 12 hombres! Bastan para lograr la independencia de Cuba».
«Ahí radica la grandeza del Grito de Yara —apunta Parra—, pues a pesar del fracaso, con esta primera acción se daba a conocer al mundo que en Cuba había iniciado una verdadera revolución emancipadora en aras de la independencia».
Valoraciones
Escoger una propiedad azucarera de esclavistas para el inicio de la lucha no fue casual. Céspedes elegía la industria que más explotaba al negro en Cuba, no solo para darle su libertad, sino para dignificarlo con la condición de ciudadano.
Al respecto, Bartolomé Masó escribió: el General en Jefe reunió a sus esclavos y los declaró libres en ese instante, invitándolos a que nos ayudasen «si querían» a conquistar nuestras libertades.
Ese fue el 10 de octubre de 1868, un suceso inédito que acompañado de un programa muy progresista para su tiempo, daba la perspectiva a la nueva sociedad de que en esta todos los hombres tendrían derecho a ser iguales.
Fidel lo destacaba en la celebración del centenario del alzamiento: iniciar una revolución en una sociedad esclavista y proclamando como primer principio la libertad de los esclavos, desde la acción personal de Céspedes, fue un acto sublime.
Fuentes bibliográficas:
•Bayamo, de José Verdecia. Primera edición 1936. Tercera, 1997.
•Carlos Manuel de Céspedes. Escritos. Compilación de Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo. Tomo I, La Habana, 1974.
•Dos fechas históricas, de Hortensia Pichardo, pág. 40-43.
•Estudios de Historia de Cuba, de Fernando Portuondo. s/f
Aquella alborada lo cambió todo. Los campos se quedaron a la espera del corte, el ingenio no molió azúcar esa vez y los negros —al fin emancipados— emprendieron junto a Céspedes el único camino posible hacia la libertad
Mailenys Oliva Ferrales
digital@juventudrebelde.cu
MANZANILLO, Granma.— La añeja máquina, testigo tantas veces del ir y venir de pies descalzos y cuerpos fatigados por el trabajo forzado en los cañaverales, persiste allí a pesar del tiempo, «atada» para la historia a un jigüe, que la preserva junto a una rueda y la emblemática campana, como símbolos fehacientes de lo ocurrido en aquel ingenio el 10 de octubre de 1868.
Pero La Demajagua es más que su campana, un árbol y las ruinas de una máquina de vapor. Es más que su manifiesto, el juramento y la bandera.
Allí, donde acaeció el parto de la nación cubana, tras años de árida gestación, se revive cada octubre la hazaña de un hombre insigne y la de los patriotas que lo secundaron.
Allí, muy cerca del mar, se cuenta a los bisoños que recién estrenan sus pañoletas de pioneros, cómo Céspedes se desprendió de sus posesiones, esclavos y comodidades para exigir desde las precariedades de la manigua y con el machete en la mano, los derechos negados por España a los criollos durante más de tres siglos.
Sin embargo, a veces suelen quedar inexpresados anécdotas, reflexiones y pequeños detalles, tejidos alrededor de la grandeza histórica de ese 10 de octubre.
¿Cuál fue el origen de la delación que obligó a adelantar los acontecimientos? ¿Por qué Grito de Yara, si fue en Manzanillo? y qué motivos llevaron a elaborar una nueva bandera, son solo algunas de las interrogantes que no se deben perder de vista a la hora del recuento.
Conspiración delatada
El acto de rebeldía en La Demajagua no fue un hecho improvisado. Antes le precedieron meses y días de ebullición mediante reuniones, debates y diálogos acalorados que perseguían encauzar las acciones.
San Miguel del Rompe, en Las Tunas, y El Rosario, cerca de Manzanillo, fueron dos de los sitios que acogieron los días 4 de agosto y 6 de octubre, respectivamente, a los conspiradores del movimiento para, entre otras decisiones, designar a Carlos Manuel de Céspedes como el general en jefe del Ejército Libertador.
No faltaron, no obstante, las discrepancias. Patriotas como Francisco Vicente Aguilera abogaban por la espera de armas, contar con dinero y pertrechar a los hombres. Mientras Céspedes, convencido de que en las conspiraciones nunca falta un traidor que las descubra, apelaba a una solución más simple: arrebatarles las armas al enemigo.
Y fue certero el Padre de la Patria. La delación —acaso por imprudencia— no se hizo esperar.
En la mañana del 7 de octubre una beata reveló en el confesionario de la Iglesia de la Purísima Concepción de Manzanillo, a Tomás Felipeal, cura de esa parroquia, las andanzas de su esposo Trinidad Ramírez y los vínculos de este con un grupo de hombres dispuestos a alzarse en armas.
«El Padre, violando todo secreto de confesión, le cedió esa revelación al Teniente Gobernador de Manzanillo. De ahí que esa misma tarde llegara al correo de Bayamo una orden del Capitán General de la Isla, Francisco Lersundi, mandando poner presos a Céspedes, su hermano Francisco Javier, Pedro, «Perucho», Figueredo, Bartolomé Masó, Aguilera y otros conocidos desafectos de la región», explica el historiador e investigador granmense Aldo Daniel Naranjo.
La conspiración estaba descubierta. Pero quiso el destino que el director del telégrafo, Ismael de Céspedes y Yero, sobrino de Carlos Manuel, descifrara la clave del telegrama. Al conocer el contenido no lo dudó un instante. Tomó un coche y se fue al ingenio Las Mangas, propiedad de Perucho. Desde allí se determinó avisar a los implicados.
La complejidad de la situación conllevó a que algunos patriotas como Francisco Maceo Osorio y Donato Mármol se retiraran a sus haciendas; pero cuando la noticia llegó a Céspedes, su decisión fue firme: jugarse el todo por el todo. ¡Había llegado la hora!
9 de octubre, la antesala
¿Hubo acaso acciones preliminares a la madrugada del 10 de octubre? La respuesta es sí. Conocidas las intenciones de Céspedes, en la zona de Guatíberes, al norte de Yara, se reunieron el 9 de octubre más de 120 patriotas con Ángel Maestre a la cabeza. En San José, finca cercana a Manzanillo, Bartolomé Masó se acaudilló con otro grupo y en Guá, Manuel de Jesús Calvar congregó a más de 80 hombres.
Sin embargo, no se puede dejar de resaltar los hechos acontecidos ese día en la finca Caridad de Macaca, posesión de Pedro María de Céspedes, hermano de Carlos Manuel. Cuando hasta ese sitio llegó Francisco Estrada Céspedes, sobrino político del Padre de la Patria, con la noticia de que al día siguiente su tío se alzaría en armas, Pedro expresó: «¿A qué esperar a mañana si podemos hacerlo hoy?». Y junto a 400 hombres salió rumbo a La Demajagua.
En tanto, en el ingenio la vida era un hervidero. Céspedes daba órdenes, ultimaba detalles, «cocinaba» ideas en la redacción de un manifiesto y proyectaba sobre un papel, al lado de otros patriotas, un nuevo estandarte que los acompañaría como símbolo en la guerra.
¿Otra bandera?
Aunque algunos textos afirman que los reunidos en La Demajagua no recordaban la estructura de la bandera enarbolada por Narciso López, otros escritores, en cambio, consideran que la decisión de un nuevo pabellón descansaba en el hecho de iniciar un proceso «sano», sin fracasos como antecedente.
Por otro lado, Céspedes no veía la lucha como un hecho insular aislado del resto del mundo; su sentido de la solidaridad internacional era amplio y bajo ese precepto concibió un estandarte con los mismos colores de la bandera de Chile (blanco, azul y rojo), pues esa nación había desafiado a España en 1866 y quedarían creados así dos focos de enfrentamiento a la metrópoli.
Encargada a las amorosas manos de la joven Candelaria Acosta, hija de un trabajador libre del ingenio, la bandera recibió sus últimas puntadas el mismo 10 de octubre.
Esa madrugada, cerca de las cuatro, ya Céspedes estaba en pie, pues según pensaba «el primer deber de un soldado de la libertad es que no lo sorprenda la aurora dormido». A esa hora también despertó al músico Manuel Muñoz Cedeño, a quien le entregó una carta dirigida a Perucho Figueredo, donde en clave exponía: He reunido al ganado y con la piara me dirijo a Bayamo.
Unas horas después se escuchaba el grito de independencia.
Grito de Yara: ¿por qué?
No pocos han asumido el alzamiento de La Demajagua como el Grito de Yara, y ese pensamiento no es errado, si se analiza como un único proceso. Sin embargo, el ataque a esta ciudad no ocurrió el día 10, sino entrada la tarde del 11 de octubre, casi al anochecer.
Aunque en el plan inicial estaba el inmediato ataque al poblado, debido a las circunstancias del levantamiento se postergó la salida.
«Acampados el día 11, cerca de una legua (poco más de 1,8 kilómetros) de Yara, Céspedes envió a dos emisarios para evaluar la situación, pero estos no coincidieron con la llegada de un refuerzo militar proveniente de Bayamo», señala el historiador de la ciudad de Yara, Osvaldo Ramón Parra.
Sorprendidos ante la emboscada, la confusión se apoderó de los inexpertos patriotas y la deserción fue inevitable. Solo 12 hombres portadores de armas no abandonaron junto a Céspedes la batalla, pero estos no pudieron hacer frente al enemigo, por lo que se ordenó la retirada.
Mientras cabalgaban, uno del grupo se atrevió a exclamar cortando el silencio de la noche: ¡Todo está perdido! Y cuentan que con rapidez inesperada se vio detener el caballo de Céspedes. Este se empinó sobre los estribos, volvió el rostro y dirigiéndose al que había hablado, le replicó con cruda energía: «¡No, aún quedan 12 hombres! Bastan para lograr la independencia de Cuba».
«Ahí radica la grandeza del Grito de Yara —apunta Parra—, pues a pesar del fracaso, con esta primera acción se daba a conocer al mundo que en Cuba había iniciado una verdadera revolución emancipadora en aras de la independencia».
Valoraciones
Escoger una propiedad azucarera de esclavistas para el inicio de la lucha no fue casual. Céspedes elegía la industria que más explotaba al negro en Cuba, no solo para darle su libertad, sino para dignificarlo con la condición de ciudadano.
Al respecto, Bartolomé Masó escribió: el General en Jefe reunió a sus esclavos y los declaró libres en ese instante, invitándolos a que nos ayudasen «si querían» a conquistar nuestras libertades.
Ese fue el 10 de octubre de 1868, un suceso inédito que acompañado de un programa muy progresista para su tiempo, daba la perspectiva a la nueva sociedad de que en esta todos los hombres tendrían derecho a ser iguales.
Fidel lo destacaba en la celebración del centenario del alzamiento: iniciar una revolución en una sociedad esclavista y proclamando como primer principio la libertad de los esclavos, desde la acción personal de Céspedes, fue un acto sublime.
Fuentes bibliográficas:
•Bayamo, de José Verdecia. Primera edición 1936. Tercera, 1997.
•Carlos Manuel de Céspedes. Escritos. Compilación de Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo. Tomo I, La Habana, 1974.
•Dos fechas históricas, de Hortensia Pichardo, pág. 40-43.
•Estudios de Historia de Cuba, de Fernando Portuondo. s/f
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar