Por LILY POUPÉE
Debido a múltiples razones, entre las que se encuentra el triste hecho de que nuestros programas televisivos -salvo honrosas excepciones- no sólo son malísimos sino viejos, no solemos dedicarle mucho tiempo a la televisión.
Contribuye a este desdén el dato insólito de que es permitida la reproducción y venta de seriales y telenovelas extranjeras. La llamada piratería es lícita en Cuba y, aunque muchas voces se alzan en contra de esta comercialización aludiendo motivos de carácter ético, a mí y a un grupo de mis amistades nos resulta altamente divertido este tipo de negocio.
Recientemente se han puesto de moda materiales fílmicos provenientes de sitios tan ajenos a nosotros como Corea del Sur. En las carátulas de esos discos, que también pueden ser chinos, aparecen letras de esos idiomas al pie de fotos de asiáticas abrazadas a sus parejas, que sonríen hasta que se les desaparecen los ojos.
“¿La gente compra estas cosas?”, he preguntado, y “fíjese usted misma”, me responden. Hago un alto en mi recorrido por los sitios de venta que prefiero y, ante mi sorpresa, muchos clientes llegan preguntando específicamente por la más reciente telenovela de Seúl o de Pekín. “¿Y de qué tratan?”, insisto. “De amor, ¿de qué va ser?”, me responden.
Me quedo fría ante la preferencia que despiertan dos orientales auténticos enamorados, por encima de la misma atracción entre mexicanos o paraguayos o brasileños.
Como no me gustan los llamados culebrones de ninguna nacionalidad, escojo siempre seriales policíacos, históricos o de suspense. Un amigo mío, llamémosle Víctor, comparte mi misma adicción, de modo que nos mantenemos actualizados en cuanto a las temporadas, y en aras de disminuir el gasto que implica estar al día, nos compartimos los discos.
Es aquí cuando el “serialvicio” alcanza su máxima expresión, su más alta evidencia de haberse convertido en parte importante de nuestra vida cotidiana. Tanto mi amigo como yo nos empeñamos en sumar a nuestras familias a nuestro hábito de evadirnos pedagógicamente, pero no siempre lo logramos.
Él sabe mucho más que yo de técnicas cinematográficas, de trucos y de calidades histriónicas, de modo que me sirve de guía en muchas ocasiones. “No dejes de ver The Wire”, me dijo un día, “se considera la serie prototipo del modo real de vida norteamericano”. Y allá fui yo, a aprender de barrios lúgubres, de corrupciones a gran escala y de unas actuaciones fabulosas.
Mi familia dijo que las imágenes eran excesivamente oscuras y violentas y me abandonaron. En The Wire, un actor que encarna al personaje llamado Omar se roba todo el atractivo, de manera que Víctor y yo pasamos de las intrigas de sobornos y de malversaciones de que trata la serie, a quedarnos boquiabiertos con la actuación de ese hombre, que tiene la cara cruzada por una cicatriz de ceja derecha a media mandíbula izquierda. Luego, cuando lo vimos en otra serie, supimos que la costura de su cara es auténtica: allí, haciendo el papel de un mendigo altanero, también muestra su rostro zurcido.
Mi amiga Fefa, por su parte, no está muy interesada en cuestiones instructivas: ella prefiere el suspenso crudo, sin trasfondo educativo. Por eso compartimos series como The Hustler, Criminal Minds, The Closer, Black List, The Hostages,Homeland y varias más.
Fefa y yo sucumbimos una vez al embrujo de series colombianas que tratan el tema doloroso y terrible del narcotráfico. Fue su única excepción en temas de carácter social.
Caímos en las garras de la atracción por una figura tan monstruosa como Pablo Escobar, y llegamos al límite escandaloso de sentarnos juntas a debatir los orígenes, el desarrollo y las posibles maniobras que pudieran llevarse a cabo para mitigar el efecto devastador de esa plaga, como si supiéramos algo de eso.
Gracias a Álvaro, un amigo colombiano de ambas, reunimos información del asunto cuando concluimos las series de marras (Pablo Escobar, El rey del mal, Comando Élite, y otras) y llevamos a cabo una especie de simposio mundial que contó con la presencia de nosotras dos, cuyas conclusiones hemos ido olvidando.
A mis hijos les causaba gracia descubrir la entonación de los colombianos, el modo de hablar tan distinto al nuestro, de modo que aproveché esa circunstancia para instruirlos en contra de la droga, mientras el falso Escobar decía en tono amenazador: “Yo le ruego a Usted, señor ministro, por la memoria de su abuelita…”, etc.
Otra de mis cómplices serieadictas es María Eugenia, quien prefiere las comedias españolas (Aquí no hay quien viva, Los hombres de Paco, La que se avecina, Aida), a lo que suma la sordidez rotunda de un asesino psicópata a la vez que investigador de criminalística llamado, igual que su serie,Dexter.
Como me apunto a varias elecciones, nos repartimos los discos de dichas series. “¿Ya Dexter asesinó al ruso en la playa por donde tú vas? ¿Quieres que te lleve el disco 4 de la 7ma temporada, y me pasas el 8vo de Aida?”, me preguntó acabada de despertarse hace tres meses. Y a media mañana ya iba yo por la parte de la playa, con Dexter y el ruso, mientras María Eugenia se actualizaba con las imbecilidades más recientes de Luisma, el hermano de Aida.
Esta amiga mía vive los seriales de forma única. Se deprime si la mujer de Paco lo abandona, se anima si Emilio el portero se compromete con Belén la del 5to piso, o me llama con voz indiferente si Aida sigue sin aparecer, luego de haber matado al yerno.
Tras un debate prolongado, logré convencerla para que compartiéramos el costo de la serie española Cuéntame cómo pasó, cuyo primer disco yo había disfrutado. Imanol Arias, convertido en un Antonio Alcántara memorable, domina todas las temporadas a través de su personaje, un obrero de artes gráficas que sobrelleva las etapas del franquismo, sufriendo las consecuencias de aquella dictadura.
María Eugenia se fue enamorando y desengañando de los personajes masculinos de esta serie según fueron creciendo o envejeciendo. Así, dejó a Alcántara luego de un deslumbramiento inicial que duró cuatro temporadas, para seguir los pasos de su hermano (encarnado por Echanove) y, al final, cayó fulminada por Carlos, el hijo menor de la familia.
Mientras ella iba satisfaciendo sus sueños de mujer adulta, yo aprendí como nunca del franquismo, visto desde un hogar español integrado por trabajadores.
María Eugenia llegó al extremo de creer no sólo que se había enamorado de verdad, sino que convirtió a su hijo en el mayor de Antonio Alcántara. Fue una verdadera locura: si en el serial ese personaje era asaltado en la calle por bandas paramilitares (era defensor de ideas de izquierda), María Eugenia localizaba a su hijo a cualquier hora de la madrugada y le pedía que tuviera mucho cuidado, porque alguien podría lastimarlo, y cuando el mayor de los Alcántara se casó, María Eugenia vistió sus mejores galas durante tres días.
Fue entonces que el hijo de mi amiga me visitó para pedirme que interrumpiera el intercambio de discos con su madre. Al principio lo intenté de varias maneras, pero fallé. Mi amiga no dejaba de perseguirme para que cumpliera nuestro acuerdo.
“No sé qué hacer con Antonio, pero me he decidido por su hijo Carlos, que ya está grandecito. ¿Sabes qué pasó cuando Inés se mudó para Argentina y si ya liberaron al hijo preso? Hasta que no esté fuera de peligro ese muchacho no voy a volver a dormir”, dijo el día que comprendí cuán lejos habían llegado sus fantasías.
Era hora de cambiar radicalmente de tema, y eso hice. Conquisté su mente afiebrada con un serial que aborda el llamado TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo). María Eugenia, según me pareció entender, no padecía dicho trastorno, pero igual podría desviar sus empeños irreales con otro aun más profundo: la enfermedad de Adrian Monk.
El serial Monk, fuera de toda duda, es uno de los mejores de todos los tiempos. Para conseguirlo íntegramente reuní a mis otros cómplices (Víctor y Fefa), y llegamos al acuerdo de sacrificarnos en bien de la salud mental de una serieadicta como nosotros mismos. Entre los tres conseguimos todas las temporadas y las obsequiamos a María Eugenia.
Liberada ya de sus amores españoles, mi amiga se cura enfermándose con la patología de Adrian, y le ha dado por ser investigadora free lance.
Hace poco la encontré en la calle portando una lupa y un paraguas, pero apenas pude saludarla. Me mostró el paquete de toallitas sanitarias que la protegen de contaminaciones ambientales. “Me lo enseñó Monk”, dijo. Y se alejó, sorteando los baches del asfalto mientras cantaba “es una jungla allá afuera, es una jungla”.
Ignoro cuál defecto habremos adquirido a estas alturas mis otras amistades serieadictas y yo, pero ciertamente seremos perjudicados el día que prohíban el pulular de discos “quemados” por aceras y portales, que contribuyen, de muy callada manera, a la conservación de nuestro buen humor cotidiano.
Ya restamos importancia a la mala calidad del pan, y a lo pésimo del transporte urbano, porque o bien James Spader va a desentrañar un nuevo entuerto (Boston Legal), o a delatar a un malhechor (Black List), o Carmen Machi regresará al barrio Esperanza Sur, procedente del lugar donde se esconde desde hace cinco temporadas, llamado -qué casualidad- Cuba (Aida).
Debido a múltiples razones, entre las que se encuentra el triste hecho de que nuestros programas televisivos -salvo honrosas excepciones- no sólo son malísimos sino viejos, no solemos dedicarle mucho tiempo a la televisión.
Contribuye a este desdén el dato insólito de que es permitida la reproducción y venta de seriales y telenovelas extranjeras. La llamada piratería es lícita en Cuba y, aunque muchas voces se alzan en contra de esta comercialización aludiendo motivos de carácter ético, a mí y a un grupo de mis amistades nos resulta altamente divertido este tipo de negocio.
Recientemente se han puesto de moda materiales fílmicos provenientes de sitios tan ajenos a nosotros como Corea del Sur. En las carátulas de esos discos, que también pueden ser chinos, aparecen letras de esos idiomas al pie de fotos de asiáticas abrazadas a sus parejas, que sonríen hasta que se les desaparecen los ojos.
“¿La gente compra estas cosas?”, he preguntado, y “fíjese usted misma”, me responden. Hago un alto en mi recorrido por los sitios de venta que prefiero y, ante mi sorpresa, muchos clientes llegan preguntando específicamente por la más reciente telenovela de Seúl o de Pekín. “¿Y de qué tratan?”, insisto. “De amor, ¿de qué va ser?”, me responden.
Me quedo fría ante la preferencia que despiertan dos orientales auténticos enamorados, por encima de la misma atracción entre mexicanos o paraguayos o brasileños.
Como no me gustan los llamados culebrones de ninguna nacionalidad, escojo siempre seriales policíacos, históricos o de suspense. Un amigo mío, llamémosle Víctor, comparte mi misma adicción, de modo que nos mantenemos actualizados en cuanto a las temporadas, y en aras de disminuir el gasto que implica estar al día, nos compartimos los discos.
Es aquí cuando el “serialvicio” alcanza su máxima expresión, su más alta evidencia de haberse convertido en parte importante de nuestra vida cotidiana. Tanto mi amigo como yo nos empeñamos en sumar a nuestras familias a nuestro hábito de evadirnos pedagógicamente, pero no siempre lo logramos.
Él sabe mucho más que yo de técnicas cinematográficas, de trucos y de calidades histriónicas, de modo que me sirve de guía en muchas ocasiones. “No dejes de ver The Wire”, me dijo un día, “se considera la serie prototipo del modo real de vida norteamericano”. Y allá fui yo, a aprender de barrios lúgubres, de corrupciones a gran escala y de unas actuaciones fabulosas.
Mi familia dijo que las imágenes eran excesivamente oscuras y violentas y me abandonaron. En The Wire, un actor que encarna al personaje llamado Omar se roba todo el atractivo, de manera que Víctor y yo pasamos de las intrigas de sobornos y de malversaciones de que trata la serie, a quedarnos boquiabiertos con la actuación de ese hombre, que tiene la cara cruzada por una cicatriz de ceja derecha a media mandíbula izquierda. Luego, cuando lo vimos en otra serie, supimos que la costura de su cara es auténtica: allí, haciendo el papel de un mendigo altanero, también muestra su rostro zurcido.
Mi amiga Fefa, por su parte, no está muy interesada en cuestiones instructivas: ella prefiere el suspenso crudo, sin trasfondo educativo. Por eso compartimos series como The Hustler, Criminal Minds, The Closer, Black List, The Hostages,Homeland y varias más.
Fefa y yo sucumbimos una vez al embrujo de series colombianas que tratan el tema doloroso y terrible del narcotráfico. Fue su única excepción en temas de carácter social.
Caímos en las garras de la atracción por una figura tan monstruosa como Pablo Escobar, y llegamos al límite escandaloso de sentarnos juntas a debatir los orígenes, el desarrollo y las posibles maniobras que pudieran llevarse a cabo para mitigar el efecto devastador de esa plaga, como si supiéramos algo de eso.
Gracias a Álvaro, un amigo colombiano de ambas, reunimos información del asunto cuando concluimos las series de marras (Pablo Escobar, El rey del mal, Comando Élite, y otras) y llevamos a cabo una especie de simposio mundial que contó con la presencia de nosotras dos, cuyas conclusiones hemos ido olvidando.
A mis hijos les causaba gracia descubrir la entonación de los colombianos, el modo de hablar tan distinto al nuestro, de modo que aproveché esa circunstancia para instruirlos en contra de la droga, mientras el falso Escobar decía en tono amenazador: “Yo le ruego a Usted, señor ministro, por la memoria de su abuelita…”, etc.
Otra de mis cómplices serieadictas es María Eugenia, quien prefiere las comedias españolas (Aquí no hay quien viva, Los hombres de Paco, La que se avecina, Aida), a lo que suma la sordidez rotunda de un asesino psicópata a la vez que investigador de criminalística llamado, igual que su serie,Dexter.
Como me apunto a varias elecciones, nos repartimos los discos de dichas series. “¿Ya Dexter asesinó al ruso en la playa por donde tú vas? ¿Quieres que te lleve el disco 4 de la 7ma temporada, y me pasas el 8vo de Aida?”, me preguntó acabada de despertarse hace tres meses. Y a media mañana ya iba yo por la parte de la playa, con Dexter y el ruso, mientras María Eugenia se actualizaba con las imbecilidades más recientes de Luisma, el hermano de Aida.
Esta amiga mía vive los seriales de forma única. Se deprime si la mujer de Paco lo abandona, se anima si Emilio el portero se compromete con Belén la del 5to piso, o me llama con voz indiferente si Aida sigue sin aparecer, luego de haber matado al yerno.
Tras un debate prolongado, logré convencerla para que compartiéramos el costo de la serie española Cuéntame cómo pasó, cuyo primer disco yo había disfrutado. Imanol Arias, convertido en un Antonio Alcántara memorable, domina todas las temporadas a través de su personaje, un obrero de artes gráficas que sobrelleva las etapas del franquismo, sufriendo las consecuencias de aquella dictadura.
María Eugenia se fue enamorando y desengañando de los personajes masculinos de esta serie según fueron creciendo o envejeciendo. Así, dejó a Alcántara luego de un deslumbramiento inicial que duró cuatro temporadas, para seguir los pasos de su hermano (encarnado por Echanove) y, al final, cayó fulminada por Carlos, el hijo menor de la familia.
Mientras ella iba satisfaciendo sus sueños de mujer adulta, yo aprendí como nunca del franquismo, visto desde un hogar español integrado por trabajadores.
María Eugenia llegó al extremo de creer no sólo que se había enamorado de verdad, sino que convirtió a su hijo en el mayor de Antonio Alcántara. Fue una verdadera locura: si en el serial ese personaje era asaltado en la calle por bandas paramilitares (era defensor de ideas de izquierda), María Eugenia localizaba a su hijo a cualquier hora de la madrugada y le pedía que tuviera mucho cuidado, porque alguien podría lastimarlo, y cuando el mayor de los Alcántara se casó, María Eugenia vistió sus mejores galas durante tres días.
Fue entonces que el hijo de mi amiga me visitó para pedirme que interrumpiera el intercambio de discos con su madre. Al principio lo intenté de varias maneras, pero fallé. Mi amiga no dejaba de perseguirme para que cumpliera nuestro acuerdo.
“No sé qué hacer con Antonio, pero me he decidido por su hijo Carlos, que ya está grandecito. ¿Sabes qué pasó cuando Inés se mudó para Argentina y si ya liberaron al hijo preso? Hasta que no esté fuera de peligro ese muchacho no voy a volver a dormir”, dijo el día que comprendí cuán lejos habían llegado sus fantasías.
Era hora de cambiar radicalmente de tema, y eso hice. Conquisté su mente afiebrada con un serial que aborda el llamado TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo). María Eugenia, según me pareció entender, no padecía dicho trastorno, pero igual podría desviar sus empeños irreales con otro aun más profundo: la enfermedad de Adrian Monk.
El serial Monk, fuera de toda duda, es uno de los mejores de todos los tiempos. Para conseguirlo íntegramente reuní a mis otros cómplices (Víctor y Fefa), y llegamos al acuerdo de sacrificarnos en bien de la salud mental de una serieadicta como nosotros mismos. Entre los tres conseguimos todas las temporadas y las obsequiamos a María Eugenia.
Liberada ya de sus amores españoles, mi amiga se cura enfermándose con la patología de Adrian, y le ha dado por ser investigadora free lance.
Hace poco la encontré en la calle portando una lupa y un paraguas, pero apenas pude saludarla. Me mostró el paquete de toallitas sanitarias que la protegen de contaminaciones ambientales. “Me lo enseñó Monk”, dijo. Y se alejó, sorteando los baches del asfalto mientras cantaba “es una jungla allá afuera, es una jungla”.
Ignoro cuál defecto habremos adquirido a estas alturas mis otras amistades serieadictas y yo, pero ciertamente seremos perjudicados el día que prohíban el pulular de discos “quemados” por aceras y portales, que contribuyen, de muy callada manera, a la conservación de nuestro buen humor cotidiano.
Ya restamos importancia a la mala calidad del pan, y a lo pésimo del transporte urbano, porque o bien James Spader va a desentrañar un nuevo entuerto (Boston Legal), o a delatar a un malhechor (Black List), o Carmen Machi regresará al barrio Esperanza Sur, procedente del lugar donde se esconde desde hace cinco temporadas, llamado -qué casualidad- Cuba (Aida).
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