El mismo día del triunfo de la Revolución Cubana, pero 64 años antes, nació en Washington, D.C., uno de los hombres más tenebrosos de Estados Unidos de América: J. Edgar Hoover, probablemente quien más poder ha llegado a tener en este país. Fue uno de los fundadores del Buró de Investigaciones en 1919, el cual años después, en 1935, cambió su nombre por el de Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés).
A Hoover le tenían miedo lo mismo los congresistas, que los presidentes, los religiosos, los ateos, los demócratas, los republicanos, los disidentes del sistema, que los conspiradores contra el mismo. Era un hombre implacable que no temía usar cualquier tipo de método para conseguir información, o para intimidar o chantajear a cualquier político, periodista o empresario que se le cruzara en el camino.
El presidente Truman llegó una vez a afirmar que Mr. Hoover había convertido el FBI en su policía secreta particular y fue aun más lejos al decir: «Nosotros no queremos una Gestapo o una policía secreta. El FBI va en esa dirección. Están jugando con escándalos sexuales y con franca extorsión. J. Edgar Hoover daría su ojo derecho por coger el poder, y todos los congresistas y senadores le temen».
Hay que imaginarse el grado de poder que llegó a tener este «caballero» para que el Presidente del país hiciera afirmaciones como las anteriores. Hoover lo mismo grababa una conversación telefónica que filmaba un encuentro amoroso. Su afán era poseer información, que luego utilizaba a su conveniencia.
Fue director del FBI hasta su muerte en 1972, y no hubo en todos esos años ningún Presidente que tuviera el valor de destituirlo de su cargo. Me imagino que, si a alguno de esos mandatarios le hubiera pasado por la cabeza retirarlo de su puesto, ya Hoover habría tenido preparada la carpeta sobre la vida privada de dicho presidente encima de su escritorio.
Aunque se sabía de las tácticas que utilizaba, nadie se atrevía a denunciarlo por temor a las represalias. Ejercía su abuso del poder sobre el más simple ciudadano hasta el más alto dirigente político. Al hombre no se le escapaba nadie, y aunque siempre se ha afirmado que esta es la «tierra de la libertad», esa idea hay que ponerla en entredicho después de saberse que aquí nadie está exento de ser vigilado por alguna agencia de inteligencia.
Muchos años antes de que el analista de la Seguridad Nacional Edward Snowden se robara centenares de miles de archivos secretos del Gobierno norteamericano y los sacara a la luz pública, un grupo de ocho personas, activistas por las libertades civiles de este país, forzaron su entrada en una de las oficinas del FBI en Media, Pensilvania, y se robaron miles de documentos secretos, los que fueron enviados a diferentes medios de comunicación para que fueran publicados.
Los activistas, cansados de los abusos perpetrados contra los ciudadanos por la agencia federal, decidieron llevar a cabo la acción sabiendo que iban a dar con sus huesos en la cárcel si eran sorprendidos en el hecho o si eran descubiertos después. Pero ni una cosa ni la otra: nunca se llegó a saber la identidad de los implicados hasta hace unos días, cuando algunos de ellos le ofrecieron una entrevista al periódico The New York Times, casi en vísperas de que salga publicado un libro de una periodista del The Washington Post que recibió, en aquella época (1971), parte de los documentos robados.
Así es que las cadenas vienen de lejos, y que todo eso que llaman libertades civiles siempre han tenido su límite en este país que se vanagloria de ser cuna de la democracia. Como dice el dicho, aquí se puede jugar con la cadena, pero no con el mono. Nadie niega que, a pesar de las trampas en las urnas, aquí se realizan elecciones para Presidente cada cuatro años y para congresistas cada dos y seis. Nadie duda que, aunque ambos defienden lo mismo, aquí existen dos partidos políticos mayoritarios y que entre los dos se reparten el puesto en la Casa Blanca. Bien se podría decir que son las alas de la misma águila.
Tampoco se puede dudar de que el sistema económico, político y social implantado en esta nación no es cambiable por vía electoral, y que quien se atreva a conspirar para cambiarlo por la fuerza, termina como los famosas Panteras Negras y los movimientos antibelicistas en la época de Vietnam.
En definitiva, se puede cambiar un acento por allá o una coma por acá, pero el guion de la política se queda íntegro. Así ha sido por más de 200 años y así seguirá siendo por muchos más, con Hoover o sin Hoover, con Snowden o sin él. Mientras, se seguirá proclamando a todos los vientos que EE.UU. es el faro de la libertad.
*Periodista cubano radicado en Miami.
A Hoover le tenían miedo lo mismo los congresistas, que los presidentes, los religiosos, los ateos, los demócratas, los republicanos, los disidentes del sistema, que los conspiradores contra el mismo. Era un hombre implacable que no temía usar cualquier tipo de método para conseguir información, o para intimidar o chantajear a cualquier político, periodista o empresario que se le cruzara en el camino.
El presidente Truman llegó una vez a afirmar que Mr. Hoover había convertido el FBI en su policía secreta particular y fue aun más lejos al decir: «Nosotros no queremos una Gestapo o una policía secreta. El FBI va en esa dirección. Están jugando con escándalos sexuales y con franca extorsión. J. Edgar Hoover daría su ojo derecho por coger el poder, y todos los congresistas y senadores le temen».
Hay que imaginarse el grado de poder que llegó a tener este «caballero» para que el Presidente del país hiciera afirmaciones como las anteriores. Hoover lo mismo grababa una conversación telefónica que filmaba un encuentro amoroso. Su afán era poseer información, que luego utilizaba a su conveniencia.
Fue director del FBI hasta su muerte en 1972, y no hubo en todos esos años ningún Presidente que tuviera el valor de destituirlo de su cargo. Me imagino que, si a alguno de esos mandatarios le hubiera pasado por la cabeza retirarlo de su puesto, ya Hoover habría tenido preparada la carpeta sobre la vida privada de dicho presidente encima de su escritorio.
Aunque se sabía de las tácticas que utilizaba, nadie se atrevía a denunciarlo por temor a las represalias. Ejercía su abuso del poder sobre el más simple ciudadano hasta el más alto dirigente político. Al hombre no se le escapaba nadie, y aunque siempre se ha afirmado que esta es la «tierra de la libertad», esa idea hay que ponerla en entredicho después de saberse que aquí nadie está exento de ser vigilado por alguna agencia de inteligencia.
Muchos años antes de que el analista de la Seguridad Nacional Edward Snowden se robara centenares de miles de archivos secretos del Gobierno norteamericano y los sacara a la luz pública, un grupo de ocho personas, activistas por las libertades civiles de este país, forzaron su entrada en una de las oficinas del FBI en Media, Pensilvania, y se robaron miles de documentos secretos, los que fueron enviados a diferentes medios de comunicación para que fueran publicados.
Los activistas, cansados de los abusos perpetrados contra los ciudadanos por la agencia federal, decidieron llevar a cabo la acción sabiendo que iban a dar con sus huesos en la cárcel si eran sorprendidos en el hecho o si eran descubiertos después. Pero ni una cosa ni la otra: nunca se llegó a saber la identidad de los implicados hasta hace unos días, cuando algunos de ellos le ofrecieron una entrevista al periódico The New York Times, casi en vísperas de que salga publicado un libro de una periodista del The Washington Post que recibió, en aquella época (1971), parte de los documentos robados.
Así es que las cadenas vienen de lejos, y que todo eso que llaman libertades civiles siempre han tenido su límite en este país que se vanagloria de ser cuna de la democracia. Como dice el dicho, aquí se puede jugar con la cadena, pero no con el mono. Nadie niega que, a pesar de las trampas en las urnas, aquí se realizan elecciones para Presidente cada cuatro años y para congresistas cada dos y seis. Nadie duda que, aunque ambos defienden lo mismo, aquí existen dos partidos políticos mayoritarios y que entre los dos se reparten el puesto en la Casa Blanca. Bien se podría decir que son las alas de la misma águila.
Tampoco se puede dudar de que el sistema económico, político y social implantado en esta nación no es cambiable por vía electoral, y que quien se atreva a conspirar para cambiarlo por la fuerza, termina como los famosas Panteras Negras y los movimientos antibelicistas en la época de Vietnam.
En definitiva, se puede cambiar un acento por allá o una coma por acá, pero el guion de la política se queda íntegro. Así ha sido por más de 200 años y así seguirá siendo por muchos más, con Hoover o sin Hoover, con Snowden o sin él. Mientras, se seguirá proclamando a todos los vientos que EE.UU. es el faro de la libertad.
*Periodista cubano radicado en Miami.
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