Por Julio Batista Rodríguez
Los agromercados y su derivación ambulante, los carretilleros, han tenido dos efectos impresionantes en la Cuba del siglo XXI. Por un lado, han conseguido que volvamos la mirada a la tierra como verdadera productora de riquezas y, por otro, lograron consolidar en nuestros jóvenes la sensación de que ser un profesional en esta isla puede no ser el mejor de los futuros posibles.
Hace un lustro, quizás menos, las carretillas cargadas de verduras pertenecían al más puro folclor cubano. Las imágenes de campesinos en medio de la ciudad, voceando sus productos frescos, no pasaban de los cuadros del siglo XIX y algunos recuerdos contados por los abuelos.
Sin embargo, vino la era de la descentralización. Era de apertura y lineamientos que -sin proponérselo, en algunos casos– nos han traído no pocos males, haciéndonos pasto seguro de los carretilleros y otros similares.
Entraron a nuestra vida como facilitadores. Gente que le ganaba a cada producto un peso, a lo sumo dos por encima de lo fijado en el mercado, gracias a la comodidad de traernos las viandas y vegetales hasta la puerta de la casa. Por entonces algunas partes de La Habana volvieron a escuchar pregones a voz en cuello, la ciudad encontró música alternativa a los cláxones y gozó de publicidad elemental. Pero era sólo el inicio.
Al igual que en cualquier empresa, la seguridad económica se tradujo en transformaciones para los carretilleros. Y ello no significó que dejaran de trabajar, o llegaran tarde a sus empleos, o no abrieran los días feriados, o, simplemente, migraran hacia mercados más prometedores. No.
Debe saber usted que los carretilleros no mudan de vecindario porque ya tienen el suyo propio; abren los días feriados porque justo esos días suben los precios, y no llegan tarde ni dejan de trabajar porque ese es su negocio, uno que deja buenos dividendos.
Así, con el tiempo, se han convertido en una casta asentada. Con esquinas y espacios fijos en nuestras calles. Con ofertas fuera de órbita y balanzas de dudosa procedencia y credibilidad.
Ahora, armados con sus timbiriches rodantes y amparados en la patente de corso (disculpen, en la licencia de venta extendida por la ONAT), se dedican a saquear en nombre de la alimentación sana, imponiendo precios que emulan con los duraznos que han de venderse en Luxemburgo.
Y no es que la responsabilidad sea sólo de los pobres carretilleros, para nada. Ellos, malos capitalistas en ciernes, sólo aprovechan el desastre que han encontrado como entorno. Su único delito, si se quiere, es haber tomado como reino en usufructo el vacío legal que ha generado la economía del país en los últimos 25 años.
No nos alarmemos, los carretilleros no son más que hijos de su tiempo, capaces de pedir 15 pesos en días normales por una libra de tomaticos y 25 si fuese fin de año, dueños de la impunidad otorgada legalmente por las leyes del mercado.
Llegan hasta donde los dejan llegar, sin las presiones de una regulación clara, porque no existe tal cosa; sin las imposiciones de la competencia, porque ellos mismos son su competencia, y porque han conformado un gremio, una hermandad indestructible a la que sólo le falta el parche, la bandera y una guarida en Tortuga.
En esa organización no se asciende porque sí. No todo el mundo llega a carretillero y para hacerlo debe cumplirse antes con las plazas de encargado de limpieza, estibador y vendedor. Una vez superadas estas etapas deberá demostrarse fiereza en el ataque, desfachatez extrema y una habilidad a toda prueba en el uso de la balanza, para luego aspirar a ese carrito con ruedas de contenedor de basura al que en Cuba llamamos carretilla.
Una vez en posesión de su carretilla, el hombre está listo para atracar al mundo. Propietario absoluto de los precios y comandante supremo de su nave, decide, impone y mantiene hasta el final sus condiciones. No pierda su tiempo en regateos: el capitalismo de los carretilleros, ya lo hemos dicho, está en ciernes. Ni siquiera intente buscar otro: el que usted ha divisado a menos de 50 metros tiene los mismos precios y tampoco está dispuesto a negociar.
Las matemáticas básicas son lo suyo: mayores precios es igual a mayores ganancias. Cero ciencias económicas, que con eso sólo han conseguido inflación y decadencia monetaria en Occidente.
Para los carretilleros no existen la saturación, las crisis de superproducción o las fluctuaciones del mercado; todo lo que necesitan es poseer una oferta que no puede igualar, increíblemente, el sector estatal. El resto, dicho claramente, se traduce en esquilmar los bolsillos ajenos, convirtiendo el lucro desmedido en arte debidamente legalizado, y los vegetales en lujo que emula con el caviar negro.
Sin embargo, más allá de entrar a la vida legal de un país que se “reorienta” -ignoro con qué brújula-, el máximo logro de los carretilleros se ubica en el ámbito educativo, pues estos vendedores de nueva generación, por matemática elemental, han conseguido hacernos entender lo que no pudieron explicar concretamente los científicos y nutricionistas por más de un siglo: que un plato de frijoles negros equivale, efectivamente, a un bistec.
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