Por Ciro Bianchi Ross
El dictador Fulgencio Batista tenía una forma muy particular de apropiarse del dinero del Estado. Su posición política privilegiada, dice Guillermo Jiménez en su libro Los propietario de Cuba; 1958, le dio la oportunidad de aprovecharse de manera asombrosa de la política de financiamiento y concesiones promovida por las instituciones bancarias estatales dirigida por Joaquín Martínez Sáenz, presidente del Banco Nacional, bien mediante la requisa de esos financiamientos o mediante el cobro, a través de terceros, de una elevada gabela en especie a aquellos empresarios beneficiados por tal original forma de malversación que implantó.
Añade Jiménez que además de los ingresos de sus numerosas empresas —unas 70— recibía regularmente las ganancias provenientes de varias formas de cohecho, malversación y otras imposiciones. Entre estas, las producidas por el juego prohibido y el 30 por ciento de comisión que los contratistas pagaban en efectivo por las concesiones de obras recibidas, cuyos créditos supervisaba él personalmente. Lo que le permitió amasar una fortuna calculada en 300 millones de dólares.
Dos anécdotas ilustran esas afirmaciones. Las revela el general Francisco Tabernilla Palmero en su libro de memorias que con el título de Palabras esperadas publicó en Miami en 2009. Tabernilla Palmero, conocido por el sobrenombre de «Silito», era el secretario militar de Batista, jefe del Regimiento Mixto 10 de Marzo y, ya en los últimos tiempos de la dictadura, jefe de la División de Infantería General Alejandro Rodríguez, ambos con sede en la Ciudad Militar de Columbia —hoy Ciudad Libertad—, tropas que se evidenciaban como el pollo del arroz con pollo de las Fuerzas Armadas cubanas de la época.
Con relación al 30 por ciento que pagaban los empresarios «premiados» con la ejecución de alguna obra pública, dice «Silito» que los beneficiados llegaban a la oficina del Presidente con una maleta cargada de dinero y salían del despacho presidencial sin un centavo y a veces sin maleta porque Batista se antojaba de ella.
Fabulosas recaudaciones
Cuenta además que a la muerte, en 1956, del brigadier general Rafael Salas Cañizares, jefe de la Policía Nacional, Batista llamó a Palacio a Hernando Hernández que, recién ascendido a Brigadier General, acababa de asumir la jefatura del cuerpo policial, y le pidió que averiguara cuánto percibía Salas Cañizares por concepto del juego prohibido en La Habana. La investigación arrojó una suma fabulosa: más de 700 000 pesos mensuales. Batista ordenó entonces a Hernando Hernández a que se ocupara de la recaudación de ese dinero y lo llevara a Palacio a fin de que su esposa lo destinara a «obras de caridad».
A ese hecho también alude el padre de «Silito» en una carta que envía a Batista, el 24 de agosto de 1960. Batista pasa su exilio en Funchal, en las Islas Madeiras, y el teniente general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de la dictadura, radica en Riviera Beach, en la Florida. Dice el «Viejo Pancho», como le llamaban, en su carta a Batista: «Usted permitió el auge del juego prohibido en toda la República, llegando las fabulosas recaudaciones a penetrar por la puerta principal del mismo Palacio Presidencial…»
Claro que es una acusación tardía, con arrepentimiento y lágrimas de cocodrilo incluidas. Motiva la carta el libro que Batista acababa de publicar. Se titula Respuesta y quiere con él justificar lo injustificable; salvar su responsabilidad en el derrumbe de su Gobierno y culpar del desastre a los Tabernilla, a los que acusa de traidores.
Responde Tabernilla: «El traidor más grande que han tenido Cuba y las Fuerzas Armadas es usted, señor Batista, por vuestra pésima actuación y miopía en el problema de Cuba… En cuanto a su falta de valor, nadie lo discute, todo el mundo está de acuerdo, pues su inconsulta y precipitada fuga así lo demuestra sin lugar a dudas».
En Kuquine
Tabernilla increpa con dureza a su antiguo jefe, al que acompañaba desde el golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, cuando fue de los muy contados oficiales —era entonces teniente— que se sumó a la rebelión de los sargentos. Escribe: «Las mentiras, calumnias y falsedades con las que usted trata de valerse en el libro Respuesta para exculparse, créame, don Fulgencio, que no le hacen ningún favor». A su turno, los Tabernilla también tratarían de exculparse y pagarían a José Suárez Núñez, batistiano hasta la víspera, un libro contra Batista, El gran culpable.
Dice que fue el apoyo de los Tabernilla lo que permitió a Batista mantenerse en el poder pues «sin ellos no hubiera llegado a un año en el Gobierno». Aun así, se considera una víctima del astuto mandatario. Se cubre el viejo militar con piel de oveja y escribe:
«La admiración, lealtad y sincera amistad que le profesaba, nublaron mi entendimiento, no pudiendo darme cuenta a tiempo de su egoísmo, ruindad y maldad. Usted me utilizó a mí de mampara para cubrir sus múltiples fechorías…».
«La única acusación que me hago yo, es la debilidad mía por no haberle mantenido con carácter irrevocable la renuncia que le presenté… el mismo día que los insurgentes atacaron el cuartel Goicuría, en la provincia de Matanzas… Ese fue mi gran error, el no haberme retirado en aquella ocasión, pero me retuvo la idea de lo que podían pensar mis compañeros, que abandonaba la nave por temor a los futuros acontecimientos que ya se vislumbraban. Por eso seguí al lado de usted, pero le di la oportunidad de mancharme de lodo y de destruir mi honor como militar, pero Dios Todopoderoso sabrá castigar a los que así proceden».
Un reproche más explota al final de la misiva, el del dinero. Batista sacó el suyo o al menos una gran parte. Tabernilla, sorprendido por el derrumbe de la dictadura y la fuga precipitada, no pudo hacer lo mismo. Escribe al respecto:
«Me permito aclararle… que el dinero que los castristas me robaron en los bancos de Cuba no fue el producto de ninguna clase de negocios, concesiones, subastas del Gobierno, etc. Ese dinero lo acumulé con los haberes que por orden suya me pagaron, correspondientes a los años que estuve fuera o mejor dicho retirado del Ejército, por disposición del Dr. Grau San Martín, y las migajas con que usted me obsequiaba, pues la modesta casa que tenía la fabriqué en el año 1950».
Esos votos de pobreza en un hombre como Tabernilla son discutibles. Su hijo Carlos era el jefe de la Fuerza Aérea y la voz popular aseguraba que acometían un negocio tremendo de contrabando —cigarrillos, licores, efectos eléctricos, etc.— desde Estados Unidos. Cuando el teniente coronel Ángel Sánchez Mosquera —el más valiente, asesino y ladrón de todos los jefes militares que tenía Batista, al decir de Che Guevara— fue herido en la cabeza durante la segunda batalla de Santo Domingo, no había un helicóptero para sacarlo de la Sierra Maestra. Medios aéreos de carga y transporte del Ejército estaban en función de los negocios turbios de los jefes.
Dice Tabernilla: «No deseo preguntarle a usted a cuánto asciende su fabulosa fortuna ni cómo la adquirió ni dónde la tiene depositada. Esos son secretos de Estado. Ahora bien, don Fulgencio, usted sí fue listo al poner sus quilitos en lugar seguro».
El indio
Esas y otras reflexiones acuden a la mente del escribidor mientras recorre de nuevo la casa de vivienda de Kuquine, el predio campestre de Batista en las afueras de La Habana. Alguien que prefiere mantener su anonimato contó a quien esto escribe sus visitas a la finca cuando la ocupaba aún la familia del mandatario. Cerca de la puerta de entrada de la casa había un cuarto refrigerado donde Martha Fernández, la esposa de Batista, guardaba sus abrigos de piel, y, en el área de la cocina, una despensa que daba cabida, se decía, a una provisión de alimentos para un año. Además de la piscina, había un cuadrilátero de boxeo y tres o cuatro perros de caza y, entre otros cuadrúpedos, un caballo blanco que era el preferido del dictador. Dos automóviles antiguos se conservaban en el feudo: uno marca Ford, modelo T, quizá el mismo que tenía Batista en sus días de sargento, y el Chrysler dorado de Roberto, el hermano de Martha, que también vivía en la finca, en una casa situada a un kilómetro de la casa principal y que, aunque más pequeña, a mi interlocutor le pareció siempre más lujosa que la de su cuñado. La biblioteca ocupaba dos salas de la planta baja, divididas por un patio, y se accedía a esta desde el portal. Los dormitorios estaban en la planta alta y todos estaban identificados con una inscripción donde se leía el nombre de su ocupante. El mayordomo era negro. Esta fue solo una de sus residencias privadas. Se suman la de la playa de Varadero, la de Topes de Collantes y la de Isla de Pinos.
Batista fue un político extraordinariamente hábil, con la astucia del animal fuerte. Un maestro en el arte de fingir. Con tal de lograr sus objetivos, podía mover, sin escrúpulo, cualquier recurso, hasta la represión ilimitada. Su mandato, no hay que olvidarlo, costó al país miles de muertos.
En la página de la semana anterior, dedicada también a Kuquine, referí el hallazgo ya en 1959, en un cuarto de deshago de la casa y disimuladas por una montaña de libros viejos y empolvados, de cinco cajas de madera.. Contenían unas 800 alhajas valoradas en unos dos millones de dólares. Entre estas había una sortija de oro puro con la efigie de un indio. Adornaban la cabeza de la figura piedras preciosas con los colores de la bandera que Batista instauró en las Fuerzas Armadas tras el golpe de Estado del 4 de septiembre 1933.
Gustaba Batista de hacer creer que disfrutaba de la protección de un indio. Cuando era candidato presidencial por el Partido de Acción Unitaria (PAU) alguien, en Kuquine, le tomó una fotografía que tiene como fondo una enredadera. Una noche llamó a su secretario, Raúl Acosta Rubio, y le dijo: «¿No ves un indio en el fondo? Está bien clarito y definido». Respondió Acosta que sí; era evidente que las ramas configuraban la cabeza, pero de un indio piel roja. Batista, dispuesto a aprovecharse de esa situación, preguntó enseguida: «¿Qué te parece mandar a imprimir unos cuantos millares de la foto, para que la gente que cree en eso, y aquí son miles, vea que tengo la protección de un cacique? ¡Sería una buena propaganda!».
Concluía Acosta Rubio en su libro Todos culpables que, como era lógico, se mandó a reproducir por millares la fotografía en cuestión. En la intimidad, Batista hacía burlas de aquello, pero cuando alguien le hablaba del asunto, asomaba a su rostro una sonrisa enigmática con la que daba por seguro de que contaba con la protección del más allá.
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