Por Jean Daniel
El presidente Kennedy estuvo al mando del país tanto durante la fracasada invasión de Bahía de Cochinos como de la Crisis Cubana de los Misiles, pero cuando murió asesinado en aquella mañana de noviembre de 1963, la reacción de Fidel Castro fue de sorpresa y de pesar.
“Es una mala noticia”, repitió tres veces. “Para los latinoamericanos, la muerte es cosa sagrada; no solo marca el fin de las hostilidades, sino también impone la decencia, la dignidad, el respeto”.
Esta visión fugaz de los pensamientos del apartado líder cubano se hace más extraordinaria por el hecho de que solo existe gracias al propio Kennedy. Ansioso por abrir otro canal secreto con Castro, JFK había enviado al periodista Jean Daniel para que hablara privadamente con Castro. Daniel llegó a La Habana a mediados de octubre, pero se le mantuvo en espera y no logró entregar el mensaje a Castro hasta el 19 de noviembre –tan solo días antes de la muerte del presidente. El presidente murió sin saber que el líder cubano había recibido su mensaje.
Era como la 1:30 de la tarde, hora de Cuba. Estábamos almorzando en la sala de la modesta residencia de verano que Fidel Castro tiene en la magnífica playa de Varadero, a 120 kilómetros de La Habana. Por al menos una décima vez yo estaba interrogando al líder cubano acerca de los detalles de las negociaciones con Rusia antes de las instalaciones de los misiles el año anterior. El teléfono sonó y un secretario en traje de campaña anunció que el señor Dorticós, presidente de la República de Cuba, tenía una comunicación urgente para el primer ministro. Fidel tomó el teléfono y le oí decir: “¿Cómo? ¿Un atentado?”. Luego se volvió a nosotros para decir que Kennedy acababa de ser atacado en Dallas. Volvió al teléfono y exclamó en voz alta: “¿Herido? ¿Muy gravemente?”
Regresó, tomó asiento y repitió las palabras tres veces: “Es una mala noticia”. Permaneció en silencio durante varios minutes, esperando otra llamada con información adicional.
Comentó, mientras esperábamos, que existía un sector lunático alarmantemente grande en la sociedad norteamericana y que este hecho podría haber sido realizado por un loco o un terrorista. ¿Quizás un vietnamita? ¿O un miembro del Ku Klux Klan? Llegó la segunda llamada: se esperaba que pudieran anunciar que el presidente de Estados Unidos aún estaba vivo, que había esperanza de salvarlo. La inmediata reacción de Fidel fue: “Si lo salvan, ya está reelegido”.
Pronunció aquellas palabras con satisfacción.
Esa oración era la continuación de una conversación que habíamos sostenido en una noche anterior y que había durado toda la noche. Para precisar, duró desde las 10 de la noche hasta las 4 de la madrugada. Una buena parte de la conversación giró acerca de las impresiones que le conté de una entrevista que el presidente Kennedy me había concedido el 24 de octubre previo, y acerca de las reacciones de Fidel Castro al escuchar esas impresiones. Durante aquella discusión nocturna, Castro se había librado de una acusación implacable de la política norteamericana, agregando que en el pasado reciente Washington había tenido una amplia oportunidad de normalizar sus relaciones con Cuba, pero que en su lugar había tolerado un programa de la CIA para entrenar, equipar y organizar una contrarrevolución. Me dijo que no tenía el menor temor por su vida, ya que el peligro era su entorno normal, y si llegara a ser una víctima de Estados Unidos, eso simplemente aumentaría su radio de influencia en Latinoamérica, así como en todo el mundo socialista. Hablaba, dijo, desde el punto de vista del interés por la paz en ambos continentes americanos. Para lograr su objetivo, un líder tendría que surgir en Estados Unidos, capaz de comprender las realidades explosivas en Latinoamérica y de llegar a una solución intermedia. Entonces, súbitamente, adoptó un enfoque menos hostil: “Kennedy podría ser ese hombre. Aún tiene la posibilidad de convertirse, a los ojos de la historia, en el más grande presidente de Estados Unidos, el líder que al fin puede que comprenda que puede haber coexistencia entre capitalistas y socialistas, incluso en las Américas. Sería entonces un presidente más grande que Lincoln. Sé que para Kruschev, por ejemplo, Kennedy es un hombre con el que se puede hablar. Otros líderes me han asegurado que para alcanzar este objetivo, primero debemos esperar su reelección. Personalmente lo considero responsable de todo, pero le diré algo: él ha llegado a comprender muchas cosas durante los últimos meses; y además, en última instancia, estoy convencido de que cualquier otro sería peor”. Luego Fidel agregó con una amplia sonrisa infantil: “Si lo ve de nuevo, puede decirle que estoy dispuesto a declarar a Goldwater mi amigo si eso garantiza la reelección de Kennedy”.
Esta conversación tuvo lugar el 19 de noviembre.
Ahora eran casi las 2 de la madrugada y nos pusimos de pie y nos acomodamos frente a un aparato de radio. El comandante Vallejo, su médico, edecán y amigo íntimo, pudo sintonizar con facilidad las transmisiones de la cadena NBC en Miami. Mientras se escuchaban las noticias, Vallejo las traducía para Fidel. Kennedy herido en la cabeza; persecución del asesino; asesinato de un policía; por último, el anuncio fatal: el presidente Kennedy había muerto. Fidel entonces se puso de pie y me dijo: “Todo ha cambiado. Todo va a cambiar. Estados Unidos ocupa una posición tal en los asuntos del mundo que la muerte de un presidente de ese país afecta a millones de personas en cada rincón de la Tierra. La Guerra Fría, las relaciones con Rusia, Latinoamérica, Cuba, la cuestión de los negros… todo tendrá que ser repensado. Le diré una cosa: al menos Kennedy fue un enemigo al que nos habíamos acostumbrados. Este es un asunto serio, un asunto extremadamente serio”.
Después del silencio de un cuarto de hora observado por todas las emisoras radiales norteamericanas, una vez más sintonizamos Miami; el silencio solo había sido roto por una retransmisión del himno nacional de EE.UU. Ciertamente fue extraño oír sonar ese himno en la casa de Fidel Castro, en el medio de un círculo de rostros preocupados.
“Ahora”, Fidel dijo, “tendrán que encontrar rápidamente al asesino, pero muy rápidamente, de otra manera, usted verá, tratarán de culparnos de esta cosa. Pero dígame, ¿cuántos presidentes han sido asesinados? ¿Cuatro? ¡Esto es muy preocupante! En Cuba uno solo ha sido asesinado. Sabe usted, cuando nos ocultábamos en la Sierra Maestra había algunos (no de mi grupo, sino de otro) que querían matar a Batista. Pensaban que podían acabar con un régimen si lo decapitaban. Yo siempre me he opuesto con violencia a tales métodos. En primer lugar desde el punto de vista del interés político, porque en lo que respecta a Cuba, si hubieran matado a Batista, este habría sido reemplazado por alguna figura militar que hubiera tratado de hacer pagar a los revolucionarios por el martirio del dictador. Pero también me oponía por razones personales; el asesinato me es repelente”.
Se habían reiniciado las transmisiones. Un reportero consideró que debía mencionar las dificultades que tenía la señora Kennedy para deshacerse de sus medias manchadas de sangre. Fidel estalló: “¿Qué clase de mente es esa? Después de todo, hay una diferencia entre nuestras civilizaciones. ¿Son ustedes así en Europa? Para los latinoamericanos la muerte es sagrada, no solo marca el fin de las hostilidades, sino que también impone decencia, dignidad, respeto. Hay pìllos de la calle que se comportan como reyes frente a la muerte. Incidentalmente, esto me hace recordar otra cosa: si usted escribe todo esto que le he dicho ayer en contra de la política de Kennedy, no use su nombre ahora; escriba en su lugar de la política del gobierno de Estados Unidos”.
Hacia las 5 de la tarde, Fidel Castro declaró que como no había nada que pudiéramos hacer para alterar la tragedia, a pesar de ello debíamos tratar de usar bien el tiempo. Quería acompañarme en persona a una visita a una “granja del pueblo” donde él tenía algunos experimentos. Su obsesión actual es la agricultura. No lee más que estudios e informes agronómicos. Se extasía hablando líricamente de suelos, fertilizantes y las posibilidades que darán a Cuba suficiente caña de azúcar en 1970 para lograr la independencia económica.
“¿No se lo dije?”
Fuimos en auto, con la radio encendida. La policía de Dallas iba tras la pista del asesino. Es un espía ruso, decía el comentarista de noticias. Cinco minutos después, corrección: es un espía casado con una rusa. Fidel dijo: “Ahí está. ¿No se lo dije? Ahora me toca a mí”. Pero aún no. La próxima palabra fue: el asesino es un desertor marxista. Luego nos enteramos que, en efecto, el asesino era un joven miembro del “Comité para un Trato Justo a Cuba”, que era un admirador de Fidel Castro. Fidel declaró: “Si tuvieran pruebas, hubieran dicho que es un agente, un cómplice, un asesino a sueldo. Al decir que es un admirador, esto es solo para tratar de que la gente asocie en su mente el nombre de Castro con la emoción provocada por el asesinato. Es un método publicitario, un ardid de propaganda. Es terrible. Pero, ¿sabe?, estoy seguro que todo esto pasará pronto. Hay demasiadas políticas norteamericanas compitiendo en Estados Unidos y ninguna va a poder imponerse de manera universal por mucho tiempo”.
Llegamos a la “granja del pueblo”, donde los campesinos dieron la bienvenida a Fidel. En ese mismo momento, el locutor anunció por la radio que ya se sabía que el asesino era un “marxista pro Castro”. Un comentarista siguió al anterior; los comentarios se volvieron cada vez más emotivos, cada vez más agresivos. Fidel se excusó. “Vamos a tener que dejar la visita a la granja”. Proseguimos hacia Matanzas, desde donde él podría telefonear al presidente Dorticós. En el camino hizo preguntas: “¿Quién es Lyndon Johnson? ¿Cuáles eran sus relaciones con Kennedy? ¿Con Khrushchev? ¿Cuál era su posición en el momento del intento de invasión a Cuba?” Por último, y quizás la más importante de todas: “¿Qué autoridad ejerce él sobre la CIA?” Entonces de pronto, al mirar su reloj, vio que faltaba media hora para llegar a Matanzas, y prácticamente al momento se quedó dormido.
Después de Matanzas, donde debió haber decretado un estado de alerta, regresamos a Varadero para cenar. Citando las palabras que una mujer le había dicho poco antes, me dijo que para los cubanos era una ironía de la historia, en la situación que habían sido puestos por el bloqueo, tener que llorar la muerte de un presidente de Estados Unidos. “Después de todo”, agregó, “quizás haya algunas personas en este mundo para quien la noticia sea una ocasión para celebrar. Los guerrilleros de Vietnam del Sur, por ejemplo, y también imagino que Madame Nhu”.
Pensé en el pueblo de Cuba, acostumbrado a ver carteles como el que representaba al Ejército Rojo con guerrilleros superimpuestos, y el titular escandaloso “¡DETÉNGASE, SEÑOR KENNEDY! ¡CUBA NO ESTÁ SOLA!”… Pensé en todos a los que se les había hecho asociar sus privaciones a las políticas del presidente John F. Kennedy.
Durante la cena pude volver a mis preguntas. ¿Qué había motivado a Castro a poner en peligro la paz mundial con los misiles en Cuba? ¿Cuán dependiente era Cuba de la Unión Soviética? ¿No es posible imaginar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos de la misma manera que las de Finlandia con los rusos? ¿Cómo se hizo la transición del humanismo de la Sierra Maestra al marxismo-leninismo de 1961? Fidel Castro, una vez más al tope de su forma, tenía una explicación para todo. Luego me interrogó de nuevo acerca de Kennedy, y cada vez que yo alababa las cualidades intelectuales del presidente asesinado despertaba en él el mayor interés.
Los cubanos han vivido con Estados Unidos en esa cruel intimidad tan familiar para mí de los colonizados con los colonizadores. No obstante, era una intimidad. En esa ciudad de La Habana, tan seductora, a la cual regresamos en la noche, donde las iluminadas vallas con lemas marxistas han sustituido a Coca Cola y a las pastas de dientes, en medio de exposiciones soviéticas y camiones checoslovacos, una cierta emoción norteamericana vibraba en el aire, combinada con resentimiento, preocupación, ansiedad y sin embargo, también, a pesar de todo, con un misterioso y casi imperceptible acercamiento. Después de todo, este presidente norteamericano fue capaz de llegar a un acuerdo con nuestros amigos rusos, dijo un joven intelectual cubano cuando yo me marchaba. Era casi como si sostuviera disculpándose por no alegrarse del asesinato.
Traducción de Progreso Semanal
(Tomado de la revista New Republic)
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