Con el fin de seguir contribuyendo a la comprensión de la relación Estados Unidos-Cuba, Temas sometió a un selecto grupo de investigadores de ambas orillas este breve cuestionario, dirigido a estimar los desafíos del 17D y sus posibles secuencias, a corto y mediano plazos. Se inicia la publicación de , el 5 de enero, vísperas del aniversario 54 de la ruptura de relaciones diplomáticas. Con la intención de ampliar su alcance internacional, el contenido de esta serie comenzará a editarse también en inglés en los próximos días.
Pedro Monreal González
Economista cubano. Miembro del Consejo Asesor de Temas.
¿Cuál es el significado de las nuevas políticas entre los Estados Unidos y Cuba? ¿Cuáles son las medidas decisivas adoptadas de ambas partes? ¿Qué próximos pasos serían clave?
El significado inmediato es el reemplazo —en ambos lados— de la beligerancia por la adopción de un marco práctico para conducir sosegadamente las relaciones entre las dos naciones. No se trata de que dejen de existir las discrepancias —algo normal en el ámbito de las relaciones internacionales— sino que el enfoque para enfrentarlas y resolverlas se basaría ahora en un dialogo con designio constructivo. A más largo plazo, las nuevas políticas entre los dos países tienen el potencial de influir positivamente en el desarrollo de Cuba, pero debería quedar claro que por sí mismas tales políticas no serían suficientes para hacer de Cuba un país económicamente próspero, con democracia popular y justicia social.
Las medidas decisivas adoptadas hasta el momento han sido dos: el anuncio conjunto de emprender el restablecimiento de relaciones diplomáticas y el propio proceso de negociaciones —delicado y dilatado— que tuvo éxito en producir tal resultado.
Los próximos pasos claves consistirían en poder alcanzar avances concretos que, a manera de “triunfos tempranos” (early wins), consolidasen una dinámica positiva de lo que obviamente será un complejo y largo proceso que debe ir mucho más allá que el restablecimiento de relaciones diplomáticas.
Me vienen a la mente cuatro posibles acciones que pudieran ser claves en el corto plazo: la apertura oficial de las respectivas embajadas; corregir la desatinada inclusión de Cuba en la lista de países que patrocinan el terrorismo; el intercambio de visitas a nivel ministerial; y la adopción de una serie de “peldaños prácticos”, de carácter puntual, que sin pretensiones de abarcar de golpe todas las dimensiones posibles de un determinado asunto, pudiesen, no obstante, ofrecer soluciones concretas que concitasen un amplio apoyo público en relación con temas de incuestionable interés mutuo.
En asuntos tan complejos como el migratorio, pudiesen examinarse medidas inmediatas de ambas partes para atajar problemas tan serios y urgentes como evitar la pérdida de vidas de cubanos en el mar, vinculadas al intento de emigrar. Ese sería un oportuno tema para lograr un “micro” acuerdo entre los dos países, que además sentaría una adecuada base moral para repensar la cuestión migratoria.
El ejercicio de la política en los Estados Unidos y en Cuba estuvo condicionado por una confrontación permanente, el uso de la coacción por el primero, la situación de fortaleza sitiada de la segunda. ¿Cuánto cambiará ese cuadro a partir de las nuevas relaciones? ¿Qué caminos se deberían tomar para hacerlas avanzar; con qué ritmos?
Para decirlo rápido y en los códigos habituales de Cuba: parecería haberse iniciado un cambio de forma y de contenido en ambas partes. Del discurso belicoso hacia una narrativa de avenencia, y de las decisiones de gobierno explícitamente hostiles hacia acciones más orientadas hacia un contrapunteo político que, al menos discursivamente, asume la posibilidad y la deseabilidad de la convivencia “civilizada” de los adversarios.
Sin embargo, las nuevas relaciones no modifican el dato esencial de que la política exterior de ambos países continuará estando determinada en alto grado por intereses de distinto tipo que no solamente serán diferentes sino también antagónicos. Un “nuevo enfoque” en la política de los Estados Unidos hacia Cuba obviamente también requiere un “nuevo enfoque” desde el lado cubano, tal y como ya comienza a verse. El cese de la hostilidad abierta no significa el fin de las discrepancias y por tanto estas deberán seguir siendo activamente “gestionadas”.
El camino principal que debería tomarse para hacer avanzar las nuevas relaciones es el de la paulatina construcción de la confianza mutua entre los pueblos de ambos países, algo que debe involucrar a toda la sociedad y que suele tomar tiempo. Es un proceso que, aun pudiendo haberse iniciado “desde arriba”, solamente se consolidara a partir de una dinámica “desde abajo”.
¿Cómo interactúan las nuevas políticas con las relaciones intrahemisféricas de ambos países? ¿Qué cambios podrían generarse en ese escenario, respecto al contexto actual?
Las nuevas políticas son coherentes con un marco hemisférico que desde hace ya hace algún tiempo daba cuenta de la anomalía de contar con esquemas de cooperación internacional de los cuales Cuba se encuentra excluida fundamentalmente debido a la oposición de los Estados Unidos. El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países facilitaría avanzar en la solución de tal anomalía, y en ese sentido la próxima Cumbre de las Américas en abril de 2015, en Panamá, pudiera representar un importante primer paso.
Adicionalmente, cualquier avance en las relaciones Cuba-Estados Unidos es compatible con un marco de relaciones hemisféricas en el que la heterogeneidad política es quizás su signo más distintivo. Desde hace varios años es observable el hecho de que los Estados Unidos no han sido capaces de “alinear” a su antojo los esquemas de negociación y de cooperación intrahemisféricos y en consecuencia, además de las frecuentes discrepancias en el seno de los mecanismos tradicionales, han surgido nuevos esquemas de los que los Estados Unidos han sido excluidos. Obviamente, esa dinámica no se debe principalmente a la existencia del conflicto Cuba-Estados Unidos, pero sin dudas tal conflicto ha sido una importante fuente de tensión y en consecuencia el cambio en las relaciones Cuba-Estados Unidos debería tener un impacto en las relaciones intrahemisféricas, al menos en tres dimensiones: la posible reconfiguración de las dinámicas que los gobiernos de orientación relativamente más “radical” (p. ej. Ecuador, Venezuela, o Bolivia) pudieran alentar en el seno de las entidades tradicionales de alcance hemisférico, como la OEA y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID); las eventuales modificaciones en las relaciones entre tales entidades (OEA y BID) y las otras de las que los Estados Unidos no forman parte (p. ej. CELAC); y un mejor aprovechamiento de las capacidades de Cuba para contribuir a la cooperación intrahemisférica, incluyendo potenciales esquemas en asociación con los Estados Unidos, imbuidos en el éxito de la cooperación recientemente aplicada en la lucha contra el ébola en África Occidental.
¿Están preparadas las sociedades y las culturas políticas de ambos lados para este encuentro? ¿Cuáles son sus ventajas comparativas? ¿Cuáles sus principales déficits?
Las transformaciones sociales son el resultado de la acción colectiva. A pesar de lo que opinen los expertos, o de la inmoderada percepción que pudiesen tener de sí mismas las elites económicas y los políticos profesionales, las sociedades no solamente están siempre preparadas para el cambio social sino que son ellas las que constantemente engendran el cambio. De hecho, la propia nueva dinámica bilateral que ha estado emergiendo es el resultado de la resistencia del pueblo cubano. La tradicional política de hostilidad del gobierno de los Estados Unidos contra Cuba se hizo obsoleta precisamente porque la acción colectiva de la sociedad cubana así lo determinó.
El nuevo ambiente bilateral plantea nuevos retos que igualmente deberán ser resueltos mediante la acción colectiva. Pienso que ello no plantearía problemas mayores —en el plano de la cultura política— a la sociedad estadounidense, que cuenta con una reconocida capacidad de mutación y de integración de lo nuevo. Con ello no quiero decir que no pudiesen existir problemas de orden político, pero eso es otra cosa. Simplemente señalo que las eventuales dificultades políticas que pudieran darse en los Estados Unidos para avanzar en una nueva relación bilateral no se tratarían de problemas referidos estrictamente la cultura política de los Estados Unidos, entendida esta como sistema político internalizado en creencias y valores. Estoy descontando en este breve comentario el peculiar caso de la cultura política del sur de la Florida, que obviamente requiere de un análisis aparte.
En el caso de Cuba, el problema parece ser más interesante y complicado pues se trataría de un proceso que se insertaría en una cultura política que ya ha estado cambiando por razones más sustantivas, relacionados con modificaciones de “estructura” y de “agencia” motivadas por una restructuración cuya profundidad a veces parece no ser suficientemente reconocida.
En la sociedad cubana actual, donde el “ethos” colectivo se encuentra magullado —en el plano real, no en el discursivo— y donde formas y mecanismos de desigualdad parecen instaurarse aceleradamente como parte de lo “nuevo normal” (independientemente de intenciones políticas declaradas), la internalización política de ideas y de valores abarca procesos de renovación, frustración, negación, reacción, crispación, e imitación, a veces secuenciales, en ocasiones simultáneos.
Desde esa perspectiva, el asunto quizás sería no tanto asumir la cultura política en Cuba como contexto para el cambio en las relaciones bilaterales Cuba-Estados Unidos sino considerar eventuales cambios en la propia cultura política cubana como un resultado “mediatizado” o “interferido”, no sé si se “catalizado”, por la modificación de las relaciones bilaterales. Es una clase de procesos de difícil pronóstico, excepto en lo que se refiere a poder afirmar que será dirimido esencialmente en el terreno de la política interna de Cuba.
La llamada “normalización” de relaciones entre Cuba y los Estados Unidos ciertamente incluye aspectos potencialmente positivos para la sociedad cubana (p.ej. el crecimiento de las exportaciones y del empleo, y un eventual “dividendo de paz”) pero igualmente contiene de manera latente elementos que no serían considerados “normales” por la mayoría de la población cubana (p. ej. una eventual “tijuanización” del mercado laboral cubano).
Confiar la regulación del proceso de “normalización” a criterios de mercado (o de razonamientos asociados de “eficiencia” y “racionalidad económica”) pudiera resultar desastroso para la sociedad cubana. Ese es un plano en el que la ventaja comparativa cubana tiende a ser cero frente a un “partner” como los Estados Unidos. Ahí no caben ilusiones de otro tipo. Pero existe una razón más sustantiva para impugnar el posible liderazgo del criterio del mercado en el proceso de “normalización”. El camino hacia el bienestar nacional en un nuevo contexto de relaciones con los Estados Unidos debe ser decidido por la gente de Cuba de acuerdo con sus propios valores e intereses y no como resultado de la “mano invisible” del mercado. La “normalización”, como quiera que esta se entienda, debe ser un proceso manejado desde la política.
La posibilidad del éxito de tal empeño no dependerá principalmente del Estado cubano sino de la matriz política interna en la que este existe y a la cual debe responder. De nuevo, se trataría de la capacidad de acción colectiva popular que pudiese existir para alcanzar determinadas metas que reflejen el tipo de sociedad a la que se aspira.
Poder contar con un entorno favorable que asegure el empoderamiento político real (no meramente declarativo) de la mayoría de los ciudadanos —especialmente evitando que la desigualdad distorsione el proceso político— sería la mejor garantía de que el reencuentro de la sociedad cubana con el modelo de sociedad capitalista más pujante que jamás ha existido no derive hacia una “normalización” de relaciones como la que existió durante la llamada etapa “republicana” de Cuba ni que reproduzca en la isla el “modelo” que hoy caracteriza la manera en que el capital estadounidense opera en muchos países de América Latina y el Caribe.
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