Jesús Arboleya • 1 de julio, 2015
LA HABANA. Seis meses después de tomada la decisión política de restablecer relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados, acaba de anunciarse en Washington y La Habana la concreción del acuerdo para formalizarlas y proceder a las aperturas de las respectivas embajadas.
Está claro que, por sí mismo, lo acontecido no elimina las contradicciones existentes ni garantiza su solución, máxime cuando aún persiste el bloqueo económico contra Cuba, considerado por el gobierno cubano como un impedimento para la plena normalización de las relaciones. También Obama ha reconocido esta realidad y nuevamente ha solicitado al Congreso que derogue las leyes que respaldan esta política, un objetivo difícilmente alcanzable en lo que resta de su mandato.
Aun así, lo alcanzado constituye un hito histórico y plantea un nuevo escenario de cara al futuro de las relaciones entre los dos países, con implicaciones no solo simbólicas, sino prácticas en la conducción de sus respectivas políticas.
En el caso de Cuba, implica el reconocimiento por parte de Estados Unidos de la legitimidad del gobierno cubano y, en consecuencia, de la legalidad de su política nacional, lo cual tiene importantes consecuencias para el desarrollo de las futuras negociaciones.
Para solo citar algunos ejemplos, asuntos como la definición de “tráfico de propiedades confiscadas”, término utilizado para desconocer el derecho cubano a la nacionalización y sus relaciones con terceros; la no aplicabilidad de la “doctrina del acto de Estado” para la protección de los intereses cubanos en Estados Unidos o el desconocimiento de los derechos intelectuales y de marcas cubanas en el mercado de ese país, hasta ahora prácticas establecidas en la política estadounidense hacia Cuba, constituyen actuaciones legalmente insostenibles en el contexto de relaciones diplomáticas corrientes, por lo que en algún momento tendrán que ser revisadas por la parte norteamericana.
También implica una transformación esencial del entorno en que se desarrollan las relaciones internacionales de Cuba y su inserción en el mercado mundial, al margen de lo que demore la eliminación del bloqueo económico norteamericano. Ello tiene, además, resonancia hacia lo interno de la sociedad cubana, sobre todo en el campo económico, pero también en otras esferas de la vida nacional, envuelta en sus propias transformaciones.
Para Estados Unidos el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba constituye un precedente doctrinario en su política exterior que no puede ser ignorado, toda vez que muestra una inteligente adecuación no solo de la política hacia Cuba, sino en relación a los cambios que están teniendo lugar en el resto del mundo, especialmente en América Latina y el Caribe, tal y como ha dado a entender el propio presidente Obama en su más reciente declaración y en otros momentos de este proceso.
Lo más importante quizá, es que constituye un paso prácticamente irreversible en las relaciones entre los dos países, cualquiera sea el resultado de las elecciones presidenciales de 2016. Por otra parte, jerarquiza y facilita la comunicación entre ambos gobiernos; consolida el clima de la negociación para la solución de los conflictos y otorga credibilidad al proceso de normalización de relaciones, estimulando a las fuerzas que lo respaldan en Estados Unidos y en Cuba, más allá de las diferencias y desconfianzas aún existentes.
Es también una señal para el mundo. A pesar de la asimetrías de poder entre los dos países, ha sido posible resolver un complejo problema del diferendo histórico entre ambos, mediante métodos pacíficos, en un marco signado por la igualdad y el respeto a la soberanía de las partes, lo que puede ser interpretado como un ejemplo de lo que debiera ser la convivencia internacional, donde Estados Unidos desempeña un papel determinante. Ello explica el respaldo que tal hecho ha tenido en todo el planeta y las esperanzas que ha generado.
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