Desde hace mucho tiempo he sido un adversario decidido de la censura, lo que no quiere decir que sea ideológicamente indiferente al flujo de ideas que de manera constante se manifiesta en nuestra sociedad. Por el contrario, creo que en las actuales circunstancias de Cuba, las ideas van a hacerse cada vez más importantes, más protagonistas de los escenarios que aguardan al país.
Estamos ante un sistema que está cambiando y aunque oficialmente hayamos circunscrito el cambio a lo que se ha llamado la “actualización del modelo económico” vigente en Cuba, las transformaciones van a ir necesariamente más allá, porque esa “actualización” va necesariamente a trascender al plano ideológico. Al menos, ese es uno de los fundamentos del marxismo.
En un país como fue la Unión Soviética –desde los años veinte del pasado siglo conformada por Stalin y su particular lectura del marxismo– los grandes temas ideológicos se cristalizaban, se congelaban, se dogmatizaban y casi estaban ajenos al pensamiento que se iba moviendo en la existencia cotidiana. Aunque no heredaran el espíritu represivo de Stalin, sus sucesores heredaron ese inmovilismo ideológico.
El que fuera acaso el más importante teórico de la literatura (y de la ideología) de la URSS, Mijail Bajtin –no casualmente censurado y reprimido en tiempos de Stalin–, puso en circulación la categoría de “ideología de la vida”, cuyos modos de discurrir, apoyados en la experiencia cotidiana, podían y de hecho debatían con las formas cristalizadas, aceptadas, dogmatizadas de la ideología mayor y contribuían a transformarlas. La “ideología de la vida” se manifestaba muy fuertemente en el arte y la literatura.
Los debates ideológicos prácticamente desaparecieron de la URSS stalinista. Había una oficialidad que tenía el privilegio de la verdad en la “interpretación” de los textos, y lo hacía con arreglo a las grandes cristalizaciones ideológicas, sin preocuparse porque aparecieran modos de pensar que esas cristalizaciones no tuvieron en cuenta. El soviético (y la soviética, desde luego) no acostumbraban a debatir el parecer oficial.
Muchos se han preguntado por qué nadie objetó el fin del socialismo y la desaparición de la propia Unión Soviética. Ni un stajanovista, ni un komsomol, ni un obrero de avanzada, ni un cosmonauta objetaron la idea.
¿Saben por qué? Porque esa era una idea consagrada por el que era entonces el parecer oficial, y ese era un pueblo al que acostumbraron a que el parecer oficial no se discute.
La censura es la consagración de ese modo de pensar.
Estoy escribiendo esto, pensando en la retirada de la escena de “El rey se muere”, la obra de Ionesco montada y dirigida por Juan Carlos Cremata.
No alcancé a verla en su mínimas exhibiciones, pero no me convencen los criterios aparecidos para justificar el hecho. Lo único adecuado habría sido propiciar un debate en torno a la obra y su puesta en escena, y permitir que los espectadores cubanos –incluyendo, claro, a los más calificados–, encontraran su punto de vista, que no tiene por qué resultar unánime.
La censura cancela los problemas, los oculta, no los resuelve: a lo sumo, lo que hace es meter la basura debajo de la alfombra, no limpiar la casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar