Por DIEGO FONSECA ; New York Times
El presidente Donald J. Trump y el secretario de servicios sociales, Tom Price, llegan a Capitol Hill en Washington.CreditJ. Scott Applewhite/Associated Press
MADRID — Ya vimos esta película. El estafador que había encantado a muchos con sus polvos mágicos, ya no puede sostener su mentira mucho tiempo más: alguien lo ha señalado de una vez y, sí, el emperador camina en público sin otra ropa que su propia piel. Donald J. Trump mintió durante las primarias republicanas, pero aquello sólo parecía un show gracioso pues, vamos, era sólo la competencia interna del conservadurismo. Siguió mintiendo en la carrera presidencial, pero la sociedad todavía podía distraerse mirando hacia Hillary y sus emails indiscretos. Ahora, al frente del poder, cuando todos los focos apuntan hacia él, ya no hay donde correr: Donald J. Trump está desnudo.
En su último intento por fugarse de la realidad, Trump acusó por Twitter al presidente Barack Obama de intervenir su Trump Tower durante la campaña presidencial. Ante el Congreso esta semana, James Comey, el director del FBI, desmintió toda posibilidad: no hay evidencia de tal espionaje. Ahora es posible que Trump procure salvar la cara otra vez. ¿Es baladí suponer que retuitee a un ignoto conspiracionista que acuse a alguna extraña división de la burocracia gubernamental —el supuesto “Deep State”— de investigarlo sin permiso de sus jefes? Alguien podría deslizarle —Twitter es tan delicioso— la evidencia de un Ethan Hunt olisqueando en sus cosas y él, con el dedo intranquilo, reproducirlo sin pensarlo dos veces. Tal vez la CIA y el FBI trabajen para Angela Merkel. O tal vez Comey sea un espía dormido enviado por los bad hombres de México.
Trump parece un discípulo aplicado de Joseph Goebbels: miente que alguien se lo creerá. A mayor el desastre, mayor la fabulación, la provocación y la amenaza. En la lógica de Trump siempre se trató de correr hacia delante. No enfrentar las consecuencias: escapar. Culpar a alguien más. Esquivar responsabilidades. Esas fueron las lecciones que le enseñaron sus principales mentores: su padre Fred y Roy Cohn, un abogado de la era McCarthy. Trump las aprendió a pie juntillas. El problema es que, ahora, las decisiones no son de los demás: es su gobierno, es el presidente de su gobierno. El monarca de sus propias decisiones. El emperador, otra vez, desnudo.
Como un anciano aburrido que pasa demasiadas horas frente a la TV, el presidente de la mayor potencia del mundo abraza teorías conspiranoicas para usarlas en su favor. Cada vez que el escándalo lo rozó, Trump apeló a sus mecanismos de defensa tradicionales: matar al mensajero, manchar a sus acusadores, distraer con un invento tan grande que no podía ser otra cosa que verdad. Mentir.
Seis hombres clave en su campaña y gobierno —Paul Manafort, Roger Stone, Carter Page, Michael Flynn, Rex Tillerson, Jeff Sessions— tienen vínculos más o menos cercanos con la Rusia de Vladimir Putin. No un vecino, sino el hijo que lleva su propio nombre, Donald Trump Jr., admitió que su familia recibió dinero de los oligarcas de Moscú de manera “muy desproporcionada”. Cuando esos vínculos fueron revelados —y reiterados, una y otra vez— Trump acusó a alguien más de mentir para dañarlo. La prensa —el Partido del “fake news”, los enemigos del pueblo americano—, ha sido su adversario favorito. Tiene perfecto sentido llamar mentirosos a quienes descubren mentiras: si acabo con mis fiscales, ¿quién queda para acusarme?
El mecanismo del escalamiento de fabricaciones recuerda “la piel de zapa” de Balzac. Con cada mentira nueva se hace más corta la manta de la credibilidad. La inverosimilitud se hace amiga cercana del ridículo manifiesto. Y gobernar Estados Unidos no puede ser un pasatiempo de distraídos o incapaces. Ya vemos el resultado del emperador al desnudo: cuando no llevaba 45 días en el poder, tres altos funcionarios —y su propio vicepresidente— habían contradicho y corregido en público al presidente Donald J. Trump. Estados Unidos empieza a sonar como el canto trágico de los imperios en caída: no hagan caso al rey, que vive en su mundo; el poder real lo ejerce la corte.
En realidad, el poder real también es de la sociedad. Los oportunistas en los gobiernos suelen aprovechar la incertidumbre para forzar un mundo más a su medida, pero la sociedad civil de Estados Unidos tiene capacidades para dar esta pelea. Cuando consiguió que un juez rechace la primera prohibición de ingreso de migrantes musulmanes al país, la Unión de Libertades Cívicas de Estados Unidos (ACLU, por su sigla en inglés) demostró que hay canales institucionales para confrontar mentiras peligrosas convertidas en acciones políticas. La primera Marcha de las Mujeres el día de la inauguración es otro ejemplo: confrontar el discurso del presidente de Estados Unidos como promotor de la violencia discursiva, paso previo de la violencia social y política, es un imperativo general que excede a cada grupo social.
Días atrás, la sección Gray Matter de The New York Times publicó un artículo donde Philp Fernbach y Steven Sloman explicaban por qué creemos con tanta facilidad mentiras evidentes. Los individuos, dicen, no estamos preparados para separar hechos de ficción: la ignorancia es nuestro estado natural. El secreto de nuestro éxito como humanos, sostienen Fernbach y Sloman, es nuestra habilidad para perseguir metas complejas juntos, dividiendo el trabajo cognitivo. “El conocimiento no está en mi cabeza o en la tuya”, afirman. “Es compartido”. Desarrollar y defender el conocimiento que permite exponer la farsa es también una empresa colectiva.
El trabajo que hacen la prensa, las organizaciones sociales y hasta el FBI por forzar al gobierno de Donald J. Trump a abandonar el delirio ficcional y gobernar de manera realista es parte de la lucha de la sociedad estadounidense contra la ignorancia, la mentira y la manipulación. Mientras espera por las próximas elecciones legislativas para recuperar mayor racionalidad democrática, la sociedad civil deberá denunciar sin respiro los embustes del emperador desnudo.
El hechizo del emperador se acaba cuando es el último en la línea para dar cuenta por su responsabilidad. Cuando ya nadie más queda para ser acusado de sus propias decisiones. Donald J. Trump seguirá estando más desnudo cuanto más sea señalado con el dedo. Y estará definitivamente expuesto cuando los ojos de sus votantes también descubran el tamaño de sus mentiras. Este último paso no será inocuo, pues comenzará a suceder cuando las decisiones económicas, sociales y políticas del gobierno alcancen sus bolsillos y libertades.
Diego Fonseca es un escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y Washington. Es autor de "Hamsters" y editor de "Sam no es mi tío" y "Crecer a golpes".
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