Estaría yo en tercer o cuarto curso de la Universidad cuando escuché a unos compañeros de aula comentar entre ellos: “se acerca el solsticio”. Les pregunté si se trataba de algún tipo de examen parcial que nos harían en el último mes del año, ya que corrían los primeros días de diciembre.
Antes de que elaborara en mi cabeza juvenil y protestona el reclamo hacia los profesores, porque me parecía injusto disponer de la proximidad de las fiestas de fin de año (no se hablaba de Navidad por ese entonces, ni ningún Papa había logrado que un día fuera considerado de forma oficial feriado, pero igual es un mes en que se suele trabajar y estudiar menos que en el resto del año), mis colegas me explicaron el significado del solsticio, y al ver mi cara de asombro, añadieron que había dos fenómenos con el mismo nombre: uno en verano y otro en invierno, que era el que estaba por suceder.
Confieso mi ignorancia en temas que se relacionen con la geografía, asignatura que no sé cómo pude vencer en los años correspondientes a su estudio, dificultad que me acompaña hasta el día de hoy, cuando (por citar un primer ejemplo) soy absolutamente incapaz de entender un mapa, aunque sea del barrio donde nací y donde pienso morirme.
Ni hablar de los mapas de otros países, aunque sólo reflejen los metros o subterráneos, estén escritos en español y, además, mis amistades hayan señalizado en rojo las paradas donde debo montarme o bajarme. Si no dispongo de la compañía de un lugareño, tengo la sensación de que voy a perderme de forma tal que jamás regresaré a mi casa ni pasados varios siglos.
Por mucho que lo he intentado, mi ineptitud supera a mi interés por comprender fenómenos donde se mezclen los elementos de la naturaleza como los vientos, los huracanes, la diferencia entre una turbulencia y una depresión tropical, la importancia de que suban o bajen las presiones atmosféricas (para citar un segundo ejemplo: yo creía hasta hace muy poco que un joven señor llamado Héctor Pascal era un genio en Geofísica y no la unidad de presión hectopascal).
Para mí es lo mismo un ciclón que un tsunami, un huracán que esa otra cosa nombrada surgencia marina, porque todos producen el mismo desastre: inundaciones terribles, similares derrumbes, cortes de electricidad y caída de árboles, con la consiguiente angustia familiar de vivir durante semanas bajo condiciones de hambruna, oscuridad y desazones espantosas.
Cuando en mi niñez leía cuentos infantiles como Heidi me maravillaba ante las imágenes de montañas nevadas, que en otras páginas aparecían rodeadas de florecitas rojas y amarillas, alternando paisajes tan blancos como la leche con otros tan verdes como un aguacate y, en otros libros, como El país de las sombras largas, más que la narración me fascinaba la extensa ilustración de una blancura infinita.
Jamás he visto la nieve, lo cual es comprensible viviendo en un país tropical, y asumo esta carencia sensorial con la misma resignación que he aprendido para otras cosas como no comer caviar negro, no pasear en góndola, no sentarme a la mesa de la torre Eiffel donde solía almorzar un escritor famoso y no visitar la tumba de John Kennedy Toole. Sin embargo, considero que merecemos sentir al menos durante unos días la transición de las estaciones que tan hermosamente musicalizara Vivaldi.
Nos cuesta mucho trabajo (y mucho sodio) sudar copiosamente durante diez meses hasta que de pronto pasamos a congelarnos por unos cuantos días, que los cubanos siempre consideramos tan poquísimos que no vale la pena apertrechar adecuadamente el ropero para tales ocasiones. Como consecuencia de esta apreciación, cuando llegan los meses de enero y febrero salimos a la calle con un atuendo que los amigos consideran peculiar y los enemigos, horripilante.
Cada quien se las arregla como puede (como siempre y no sólo en nuestro efímero invierno bimestral), de forma que es una situación que se ha dado en llamar, fiel a nuestro sentido del choteo, “el carnaval del pobre”.
Es una de las escasas ocasiones en que todos parecemos igualmente salidos de un circo, o de una película basada en uno de las historias de Charles Dickens o en la linda Los paraguas de Cherburgo. De repente, los colorines se mezclan entre el cuello y los pies de cada uno de nosotros, y da igual si nos dirigimos al Teatro Nacional o a botar la basura, si acabamos de salir de la cama o si se acerca la noche: da lo mismo porque se trata de una democratización textil que no respeta ni horarios ni clase social.
Un olor a naftalina (en el mejor de los casos), a cosa cundida por ácaros inunda la ciudad, y a la par que vamos apurando el paso en aras de evitar la brisa gélida o la llovizna que se acerca, estornudamos a más no poder.
Tengo entendido que Cuba ocupa uno de los primeros lugares de prevalencia de asma bronquial en el mundo, pero dudo mucho que en algún otro sitio del planeta se desaten más las alergias respiratorias que durante nuestro breve pero contundente momento invernal. Decimos: “¡qué peste a guardado!”, y nos escurrimos la nariz sin poder evitarlo.
Las ropas que nos han ido regalando durante todo el año amigos desubicados de nuestro clima (bufandas, guantes, botines, gorros, chalecos, sobretodos, medias de lana, sayas y pantalones de paño) son sacadas del escaparate sin tiempo para darles lo que nuestras abuelas llamaban “un ojito de agua”, de forma que han tenido espacio suficiente para plagarse de bichos, olores, musgos, hongos y hasta quién sabe si también de algas como la espirulina.
La culpa no es de nosotros, famosos en la higiene personal, sino del poco respeto de nuestra naturaleza ambiental, que no transita suavemente de una estación a otra como en los cuentos infantiles alemanes, las películas francesas o los libros de la vieja Inglaterra.
Por más que intento captar señales del cambio, no veo ninguna. Podría citar el ejemplo de que ignoro cómo debe suceder: ¿qué va primero: el otoño o la primavera?, pero ya sería demasiado, y tampoco se trata de dar la impresión de que además de usar un gorro morado, una bufanda punzó con unas medias color mostaza en el medio de un vestido de paño verde jardín, mi mente sufre igual desorden cognitivo durante más o menos sesenta días al año.
Aquí no hay más que dos opciones: o te achicharras o te congelas. Para lo primero, ya se sabe el remedio: beber mucha agua, darse varias duchas al día, esconderse en los horarios de 2 a 5 de la tarde, y andar medio encuero siempre que algún policía no te vea. Para lo segundo advierto que no existe solución eficaz. Siempre sorprenderá la llegada de un bajón de temperatura, y constantemente armaremos el carnaval correspondiente.
No sabré nunca qué es la primavera, ni el otoño ni la nieve, ni por qué cuando el viento azota durante el frío cubano decimos: “¡está chiflando el mono!”. Después de todo, dura tan poco que para qué vamos a preocuparnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar