Por Raül Beltrán
La evolución y diversificación del mundo cooperativo ha sido muy compleja y llena de contradicciones desde las primeras experiencias hace más de 150 años. En términos generales, ha sufrido un proceso de integración en el mismo sistema capitalista que pretendía combatir en sus inicios, convirtiéndose en un sector económico con funciones específicas dentro del sistema en su conjunto. El caso del cooperativismo agrario es un buen ejemplo de esta contradicción.
Orígenes históricos y fundamentos del cooperativismo. En general, las cooperativas, como formas autogestionarias de asociación, con fines sociales, económicos y culturales, constituyeron, junto a otras fórmulas como los sindicatos, mutualidades, sociedades obreras, de socorro, etc., las instituciones de resistencia que crearon las clases populares a mediados del siglo XIX frente a las duras condiciones de vida y trabajo que la naciente sociedad industrial imponía a la mayoría.
Obviamente, las primeras experiencias cooperativistas y asociativas no aparecen de la nada. Por una parte, se nutren de las nuevas doctrinas e ideologías que surgen como reacción a la naciente sociedad de capitalismo liberal (en un primer momento el socialismo utópico, posteriormente, las corrientes características del movimiento obrero europeo), mientras que, por otra parte, se basan en las prácticas y las experiencias que durante siglos habían constituido la cooperación social en el seno de las comunidades rurales campesinas: gestión de bienes comunales, apoyo mutuo, solidaridad, etc.
Así pues, las primeras y más urgentes expresiones cooperativistas como tales se desarrollan con el objetivo de satisfacer las necesidades más inmediatas de una población que se había visto empobrecida, privada de sus medios de subsistencia en las comunidades rurales, arrastrada al medio urbano, explotada en los nuevos talleres y fábricas, etc. De esta manera se facilita la organización del consumo en ámbitos urbanos, con el objetivo de satisfacer el abastecimiento de bienes y servicios de las nuevas comunidades obreras.
Las primeras cooperativas de consumo derivarán en asociaciones más complejas, destinadas a satisfacer otras necesidades sociales como vivienda, educación, cultura, salud, o previsión social, al tiempo que se hace patente la necesidad de abarcar también el aspecto de la producción. Muchas fomentarán la creación y gestión de fábricas y talleres cooperativizados, de viviendas, centros sociales y ateneos, escuelas, centros de salud, etc.
Los principios rectores del movimiento cooperativo se proclaman de forma organizada en 1895, cuando se constituye la Alianza Cooperativa Internacional (ACI) en Manchester. Estos principios, en su versión más actualizada, definen a las cooperativas como organizaciones basadas en la libertad de adhesión, control democrático y participación económica por parte de la base asociativa, autonomía e independencia, educación e información, cooperación entre cooperativas y compromiso con la comunidad.
Por tanto, al hablar de empresa cooperativa, nos referimos, según la define la propia ACI: “a una asociación autónoma de personas que se han unido voluntariamente para hacer frente a sus necesidades y aspiraciones económicas, sociales y culturales comunes por medio de una empresa de propiedad conjunta y democráticamente controlada”.
Así pues, frente a la empresa capitalista, donde la propiedad está en manos de quien aporta el capital mayoritario y la toma de decisiones es proporcional a dicho capital, la empresa cooperativa es propiedad conjunta de las personas asociadas, independientemente de sus aportaciones en capital y trabajo, tomándose las decisiones de forma democrática (cada socio/a un voto, independientemente de sus aportaciones).
Desde los años 60 del siglo XX asistimos a una recuperación y actualización de los principios cooperativistas y de economía social de la mano de movimientos críticos con el sistema capitalista de libre mercado. Durante estas décadas, al calor de las crisis provocadas por el fin de la “era dorada del capitalismo” (desde el final de la 2ª guerra mundial hasta mediados de los 60), diversos movimientos sociales —sindicales, vecinales, indigenistas, altermundialistas, comercio justo y solidaridad internacional, pacifistas, feministas, etc.— han recuperado el impulso inicial de la economía social mediante fórmulas de organización de las relaciones económicas democráticas, solidarias y autogestionarias. En el Estado español, tenemos el ejemplo de la Red de Redes de Economía Alternativa y Solidaria (REAS), y a nivel internacional, por ejemplo, la red RIPESS. Cuestión agraria y cooperativismo en el Estado español En el caso del movimiento cooperativo agrario en el Estado español nos encontramos con una situación muy particular y contradictoria, pues su nacimiento estuvo empujado por los poderes establecidos (el nuevo Estado liberal, la vieja estructura rural caciquil y la Iglesia católica) que utilizaron los valores cooperativistas para consolidar una clase social de la pequeña propiedad agraria, sujeta a una relación clientelar y paternalista, que ayudara a contener el avance del socialismo y el anarquismo agrario en unos años —finales del XIX y primera mitad del XX— de fuerte conflicto social en el campo, así como de cambio tecnológico y de los métodos de producción agraria (modernización, mecanización, industrialización, etc.).
Vale la pena repetirlo, con el objetivo declarado de contener estallidos sociales, reducir la influencia del socialismo agrario y de los movimientos campesinos por la reforma agraria, los mecanismos institucionales del momento facilitaron medios para mejorar y asegurar las condiciones de vida en el ámbito agrario–rural, especialmente de la clase pequeña y mediana propietaria. Sin espacio para profundizar demasiado, destacamos por un lado el papel de la Iglesia Católica que impulsó sindicatos católicos, cajas rurales (administradas directamente desde las diócesis, delegando funciones en párrocos locales) y cooperativas agrarias que marcaron ineludiblemente el posterior rumbo del asociacionismo agrario español. Por otro lado, el naciente régimen liberal español impulsó una serie de reformas para apuntalar un sector agrario formado por el pequeño campesinado, regulando el conflicto de éste con los prestamistas y los caciques locales, en un intento de mantener la paz social en el convulso medio rural. En 1890 y con este objetivo de control político, nacen también las las Cámaras Agrarias.
Más tarde, durante el Franquismo, una vez abolidas las organizaciones campesinas, los sindicatos de clase y las cooperativas independientes creadas al calor de la Segunda República, se consolidó el modelo de un movimiento cooperativo agrario fuertemente vinculado y controlado por el Sindicato Vertical, a través, por ejemplo, de las Hermandades Sindicales del campo. El cooperativismo como movimiento independiente se verá gravemente cuestionado durante los 40 años de dictadura, si bien a partir de los primeros años 60 en muchos barrios y ciudades obreras la lucha contra la dictadura se fraguará en nuevas cooperativas impulsadas por diversos colectivos sindicalistas, movimiento vecinal, partidos clandestinos, cristianos, etc.
La etapa de transición democrática llega al medio rural español después de una década larga de éxodo de población derivado de la modernización de cultivos y la mecanización, de la apertura del mercado a productos extranjeros y de la industrialización de las ciudades, que demandaban mano de obra en grandes cantidades. La despoblación progresiva del medio rural, el abandono de explotaciones agrarias, la intensificación y mecanización de las que fueron quedando, la internacionalización de mercados —globalización— a partir de la entrada en la UE y su Política Agraria Común, etc. marcarán el desarrollo del cooperativismo agrario hegemónico que ahora tenemos.
Cómo veremos a continuación, las cooperativas agrarias tienen un papel relevante en la configuración del modelo agrario español actual. Tal y como ya sucediera en el paso del siglo XIX al XX, las estructuras asociativas agrarias (cajas rurales, asociaciones, cooperativas, etc.) han sido un pilar fundamental para consolidar un modelo fuertemente industrializado, intensivo e internacionalizado, con graves impactos sobre los recursos naturales y sobre las condiciones de vida en el campo.
El papel del cooperativismo en el modelo agrario español A través de los datos del Ministerio de Agricultura, podemos apreciar el papel del sector agrario en el modelo económico español. De especial relevancia es el hecho de que un 12% de las exportaciones pertenece al sector agrario y pesquero. Estas exportaciones mantienen uno de cada tres empleos agrarios, al tiempo que añaden hasta el 64% del valor añadido agrario, mientras que para el conjunto de la economía las exportaciones generan menos del 30% del valor añadido. Por tanto, nuestro modelo de producción alimentaria está fuertemente construido para abastecer otros mercados, al tiempo que no resuelve satisfactoriamente nuestras propias necesidades, dependiendo así, en buena medida, de la importación de otros países.
En este contexto se desenvuelve la actividad de las cooperativas agrarias españolas, con una relativamente buena implantación en el conjunto del sector. Según cifras de la organización Cooperativas Agroalimentarias de España, hay casi 4000 Entidades Asociativas Agrarias (EAA) que, agrupadas en cooperativas agroalimentarias, cuentan con 1.100.000 personas asociadas, dando empleo a más de 90.000. La cuota de mercado alcanza el 70% en vino, aceituna de mesa y aceite, 40% en leche, frutas y hortalizas, 60% en arroz, 45% en cítricos, y 35% en carnes y frutas. Si bien hay que hacer notar que esta cuota de mercado cooperativa está muy atomizada entre múltiples organizaciones, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en países del norte de Europa, donde pocas cooperativas agrarias de gran tamaño controlan más del 50% del mercado de un sector. Aún así, según el ranking de CEPES (Confederación Empresarial Española de la Economía Social), la cooperativa Hojiblanca es el mayor productor de aceite de oliva mundial y Anecoop la mayor comercializadora de cítricos del mundo, de sandía de Europa y de frutas y verduras de España. Al mismo tiempo, entre las 10 cooperativas de mayor volumen de facturación, encontramos 4 pertenecientes al sector agroalimentario.
Las cooperativas agrarias, como agentes relevantes en el sector, presentan también datos que manifiestan su orientación exportadora. Casi el 30% de éstas exporta producción, representando el sector exportador el 20% de las ventas del sector cooperativo agrario.
Por otro lado, según la evolución de los últimos años, se mantiene una tendencia a la reducción del número de cooperativas agrarias, al tiempo que se sostiene el número global de socios y socias, incrementándose ligeramente la facturación y el empleo. Estos datos nos indican el camino de la concentración de cooperativas (desaparecen unas 200 en los últimos 5 años), especialmente alrededor de las de mayor tamaño, que, efectivamente, han ido creciendo y constituyendo grupos empresariales, sociedades filiales en terceros países, etc. Este modelo de crecimiento de las cooperativas hacia el gigantismo y la consolidación de grandes grupos y de aumento de su actividad exportadora es el que se pretende impulsar y apoyar desde las políticas del Ministerio a partir de la Ley de Integración Cooperativa. Perspectivas y retos de futuro ¿hay alternativas al modelo hegemónico?
En el momento actual el sector agroalimentario se encuentra en la disyuntiva de seguir la línea de otros países europeos o de EE.UU. (donde sí hay una larga tradición de grandes asociaciones cooperativas agrarias en sectores como lácteos, cítricos, carne, etc.), encaminándose hacia una especialización competitiva globalizada y fuertemente industrializada. O bien, de impulsar y consolidar modelos contrahegemónicos, que ya se vienen experimentando desde la base, que procedan a un cambio radical de modelo de producción, distribución y consumo alimentario.
Desde el pensamiento hegemónico se piensa en las cooperativas del sector agrario como agentes que deben impulsar una segunda revolución industrial en la agricultura, ganadería y transformación alimentaria. Para ello, deben de modernizarse, adaptarse a las políticas comerciales y agrarias marcadas por la OMC, PAC, Banco ión– distribución–consumo internacionales. En este sentido, cambiar de modelo de producción agraria se plantea como un gran reto, dadas las características de los mercados internacionales y las reglas que los constituyen. La liberalización del comercio, la legalización del dumping comercial, junto a las políticas depredadoras de las multinacionales que controlan los alimentos, hacen difícil una solución basada en la Soberanía Alimentaria.
No obstante, son crecientes los movimientos y las personas que día a día se conciencian y empiezan a trabajar por un nuevo modelo. Tanto desde el cooperativismo agrario tradicional, como desde nuevas fórmulas inspiradas en este, se pueden tejer los lazos de un nuevo modelo agrario. Si bien las estructuras tradicionales mayoritariamente están desvirtuadas y se ajustan bien poco a las ideas emancipadoras y transformadoras del cooperativismo originario, los principios que inspiraron ese movimiento pueden ser de mucha utilidad para crear alternativas.
Además, ya existen modelos alternativos en marcha sobre los que puede pivotar ese cambio radical hacia la soberanía alimentaria. Es posible, desde la perspectiva de la Economía Social y Solidaria, desde los principios cooperativistas en sentido amplio, dar un impulso a ese nuevo modelo, principalmente por las potencialidades de la Economía Solidaria, basadas en una radical democratización de la economía y, por tanto, de los procesos de financiación– inversión, producción, distribución y consumo. En definitiva, para poder empezar a hablar de cooperativas agrarias como instrumento de construcción de soberanía alimentaria, en lugar de optar por políticas de integración–gigantismo, las cooperativas existentes deberían caminar hacia procesos de mayor participación en la toma de decisiones, buscando el compromiso y arraigo en el entorno, cooperando con movimientos y personas (también administraciones públicas) que buscan un cambio de modelo hacia la agroecología, la soberanía alimentaria y la sostenibilidad social del medio rural. Modelos que revitalizan los principios cooperativos y asociativos, adaptándolos a los retos del siglo XXI.
SUGERENCIAS PARA REVISAR EL MOVIMIENTO COOPERATIVO
Apostar por la financiación basada en las prácticas de finanzas alternativas y banca ética. Captación de ahorro e inversión en emprendimientos basados en la agroecología, la producción de proximidad, las empresas social y ambientalmente responsables, la educación en valores, sensibilización, etc. Cooperativizar no solo las propiedades pequeñas–medianas, sino la producción en conjunto, incorporando al colectivo trabajador y consumidor en la toma de decisiones del modelo de producción, así como a otros agentes sociales. Frente a la apuesta por el gigantismo y la burocratización de las actuales cooperativas agrarias, necesitamos una relocalización de estas, entendida por una mayor participación de personas asociadas, trabajadoras y consumidoras.
Priorizar los canales cortos y directos de comercialización, reduciendo huella ecológica, eliminando intermediarios, fomentando redes sociales y autosuficiencia. Abordar una comercialización justa a nivel internacional, fomentando buenas relaciones y cooperación. Promocionar los grupos de consumo, planificación democrática de la producción, integración de los y las consumidoras en las cooperativas agrarias (a través de un órgano representativo, por ejemplo) y toma de decisiones como agentes implicados.
Avanzar hacia modelos de cooperativismo integral, donde la totalidad de agentes (propietarios, trabajadores, consumidores, etc.) se impliquen en los procesos.
Influir en macropolíticas hacia modelos que caminen hacia la soberanía alimentaria de los pueblos con el protagonismo del modelo cooperativista. Frente a la supuesta racionalidad económica que impregna la lógica de productividad y de rentabilidad en el sistema capitalista convencional, afectando tanto a los modelos y pautas de producción como al consumo, se debe introducir el principio de una racionalidad social deliberativa, donde se integren aspectos sociales, culturales, éticos y ambientales a los meramente económicos.
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