Por Graziella Pogolotti
Mi mascota es feliz. Pero no lo sabe, porque su mentalidad perruna no alcanza a formular el concepto. Disfruta en el día a día el comer garantizado, el retozo con sus juguetes y el afecto de quienes la rodean. Para la especie humana, en cambio, la felicidad ha sido un deseo siempre perseguido. Las religiones, el pensamiento filosófico, el arte y la literatura intentan encontrar respuesta para tan apremiante demanda. Ofrecen consuelo, promesa de vida eterna, exaltan el goce de los sentidos o el descubrimiento del valor casi imperceptible de las pequeñas cosas cotidianas. Todo proyecto social emancipatorio se propone también, en última instancia, construir la posibilidad de realización plena para cada quien.
Cuando va terminando el año, nos aprestamos a la celebración y el reencuentro para recibir el anuncio de un nuevo amanecer. Simbólicamente, barremos lo viejo con vistas a formular proyectos o a espantar los malos augurios. Todos no disfrutamos por igual. Algunos tienen que cicatrizar un dolor reciente. Otros buscan refugio en el recogimiento. Porque la clave del problema está en que la felicidad no puede programarse. Hace años, en el Museo de Dresde, contemplé durante un buen rato un cuadro que proponía una imagen tangible del paraíso prometido. En un ambiente carente de atmósfera, aparecen dispersas formas corpóreas privadas de identidad, de rostro y de brazos, clavados en el suelo por un largo pedículo. Distantes unos de otros, permanecen sin habla, condenados para siempre a la incomunicación. La eternidad se equiparaba, en aquella visión espantable, a la no vida.
La felicidad, por lo contrario, se asocia a la vida. Requiere la transformación humanizadora del entorno, la satisfacción de las necesidades, el vínculo estimulante con la naturaleza —ese paisaje con el color del cielo y la sombra acogedora del árbol— y la interminable variedad de las calles por donde transitamos. En ese universo que recibimos al nacer, tenemos que aprender a descubrir la felicidad, muchas veces huidiza y con frecuencia momentánea, iluminación tan relampagueante que se nos escapa hasta revelarse como pérdida en una nostalgia tardía.
La felicidad se asocia a la vida. Viene dada por las circunstancias que nos rodean, el ambiente, la familia, la amistad, el amor. Para reconocerla y capturarla, hay que fortalecer las antenas conformadas por nuestros valores espirituales. Dar es el mejor modo de recibir. Hay quienes experimentan intenso placer al observar el colorido de una puesta de sol. A veces, el dolor y la felicidad se suceden. Ocurre así en el parto, difícil y angustiado, compensado por el nacimiento de la criatura. El artista verdadero conoce esos momentos de plenitud cuando la compleja elaboración de la obra desemboca en un resultado satisfactorio y recibe el beneplácito del público, del mismo modo que el atleta sudoroso asciende el podio de la victoria.
El concepto de felicidad, junto al incentivo por perseguirla, es obra de las variadas propuestas culturales construidas a través de la historia. Las celebraciones campesinas, asociadas al canto y al baile, eran el resultado de la convocatoria colectiva para la recogida de la cosecha. El trabajo manual incitaba al acompañamiento rítmico. Las expresiones musicales más remotas surgen del ritual y de las variadas labores, como la del pastor que atiende las ovejas con la melodía de su caramillo. Mucho más adelante, se fue definiendo el espacio para el tiempo libre. Los domingos devinieron días de guardar, consagrados también a la exigencia de reponer fuerzas, a la ruptura de las rutinas, al ocio, al cuidado de la persona, al baño semanal y al empleo de ropas reservadas para ese día. Imperceptiblemente, la costumbre impuso otras rutinas. Las normas sociales generaron compromisos de otro orden. La diversión se transformó en obligación, modorra espiritual. Porque la felicidad no se programa desde fuera. Surge en la interacción de la subjetividad individual con la cultura que nos arropa. La presión del medio conduce a simular una alegría forzada, falsa versión de la verdadera felicidad. Para lograrlo, nos aturdimos con el volumen del ruido y nos valemos de estimulantes de todo tipo para romper las inhibiciones, en espera de la triste resaca del próximo amanecer.
La preponderancia de las fórmulas de entretenimiento exacerbada por las nuevas tecnologías propone modelos de felicidad sustentados en poseer bienes más que en la capacidad de disfrutar. Nos sometemos al sacrificio de lo indispensable por alcanzar lo ilusorio, siempre inalcanzable porque el mercado multiplica la producción de nuevos bienes. Accedemos de buen grado a tentaciones enajenantes mientras se nos escapa entre los dedos la infinita riqueza de la vida porque, para conquistar la felicidad, hay que empezar por reconocerla. Escurridiza, a veces nos pasa por el costado y tan solo años más tarde comprendemos con nostalgia que no supimos agarrarla. La esencia del problema se encuentra, otra vez, en la cultura, fuente de valores y terreno fértil para el crecimiento del espíritu. En ese suelo favorable, se agudizan las antenas para revelar el encanto del paisaje, el incitante universo de las artes, la belleza oculta en las cosas y en los seres humanos que nos rodean. Para ser feliz, hay que amar la vida y preservar en lo íntimo de cada quien el fresco latido de la infancia. Tenemos que cuidarnos de la ponzoña que envilece el alma, hecha de amargura, de envidia, de resentimiento, de mezquina ambición.
Los niños nacen para ser felices. Por eso, para los niños de nuestra América, José Martí escribió La edad de oro. Lo hizo con el propósito de ensanchar horizontes al conocimiento del perfil de los héroes, de los pueblos de otros continentes, de los últimos inventos de la civilización. Se valió de la prosa y de la poesía para afinar la sensibilidad para el goce de las palabras y de la melodía del verso y despertar en la virtud el rechazo a la mezquindad y el reconocimiento de la plenitud humana en el gesto generoso. En la delicada y entrañable verdad de esas páginas se revela la dimensión de quien, consciente de la ingratitud probable de los hombres, se entregó de lleno, en sus actos, a la lucha por el mejoramiento posible de sus semejantes.
Cuando va terminando el año, nos aprestamos a la celebración y el reencuentro para recibir el anuncio de un nuevo amanecer. Simbólicamente, barremos lo viejo con vistas a formular proyectos o a espantar los malos augurios. Todos no disfrutamos por igual. Algunos tienen que cicatrizar un dolor reciente. Otros buscan refugio en el recogimiento. Porque la clave del problema está en que la felicidad no puede programarse. Hace años, en el Museo de Dresde, contemplé durante un buen rato un cuadro que proponía una imagen tangible del paraíso prometido. En un ambiente carente de atmósfera, aparecen dispersas formas corpóreas privadas de identidad, de rostro y de brazos, clavados en el suelo por un largo pedículo. Distantes unos de otros, permanecen sin habla, condenados para siempre a la incomunicación. La eternidad se equiparaba, en aquella visión espantable, a la no vida.
La felicidad, por lo contrario, se asocia a la vida. Requiere la transformación humanizadora del entorno, la satisfacción de las necesidades, el vínculo estimulante con la naturaleza —ese paisaje con el color del cielo y la sombra acogedora del árbol— y la interminable variedad de las calles por donde transitamos. En ese universo que recibimos al nacer, tenemos que aprender a descubrir la felicidad, muchas veces huidiza y con frecuencia momentánea, iluminación tan relampagueante que se nos escapa hasta revelarse como pérdida en una nostalgia tardía.
La felicidad se asocia a la vida. Viene dada por las circunstancias que nos rodean, el ambiente, la familia, la amistad, el amor. Para reconocerla y capturarla, hay que fortalecer las antenas conformadas por nuestros valores espirituales. Dar es el mejor modo de recibir. Hay quienes experimentan intenso placer al observar el colorido de una puesta de sol. A veces, el dolor y la felicidad se suceden. Ocurre así en el parto, difícil y angustiado, compensado por el nacimiento de la criatura. El artista verdadero conoce esos momentos de plenitud cuando la compleja elaboración de la obra desemboca en un resultado satisfactorio y recibe el beneplácito del público, del mismo modo que el atleta sudoroso asciende el podio de la victoria.
El concepto de felicidad, junto al incentivo por perseguirla, es obra de las variadas propuestas culturales construidas a través de la historia. Las celebraciones campesinas, asociadas al canto y al baile, eran el resultado de la convocatoria colectiva para la recogida de la cosecha. El trabajo manual incitaba al acompañamiento rítmico. Las expresiones musicales más remotas surgen del ritual y de las variadas labores, como la del pastor que atiende las ovejas con la melodía de su caramillo. Mucho más adelante, se fue definiendo el espacio para el tiempo libre. Los domingos devinieron días de guardar, consagrados también a la exigencia de reponer fuerzas, a la ruptura de las rutinas, al ocio, al cuidado de la persona, al baño semanal y al empleo de ropas reservadas para ese día. Imperceptiblemente, la costumbre impuso otras rutinas. Las normas sociales generaron compromisos de otro orden. La diversión se transformó en obligación, modorra espiritual. Porque la felicidad no se programa desde fuera. Surge en la interacción de la subjetividad individual con la cultura que nos arropa. La presión del medio conduce a simular una alegría forzada, falsa versión de la verdadera felicidad. Para lograrlo, nos aturdimos con el volumen del ruido y nos valemos de estimulantes de todo tipo para romper las inhibiciones, en espera de la triste resaca del próximo amanecer.
La preponderancia de las fórmulas de entretenimiento exacerbada por las nuevas tecnologías propone modelos de felicidad sustentados en poseer bienes más que en la capacidad de disfrutar. Nos sometemos al sacrificio de lo indispensable por alcanzar lo ilusorio, siempre inalcanzable porque el mercado multiplica la producción de nuevos bienes. Accedemos de buen grado a tentaciones enajenantes mientras se nos escapa entre los dedos la infinita riqueza de la vida porque, para conquistar la felicidad, hay que empezar por reconocerla. Escurridiza, a veces nos pasa por el costado y tan solo años más tarde comprendemos con nostalgia que no supimos agarrarla. La esencia del problema se encuentra, otra vez, en la cultura, fuente de valores y terreno fértil para el crecimiento del espíritu. En ese suelo favorable, se agudizan las antenas para revelar el encanto del paisaje, el incitante universo de las artes, la belleza oculta en las cosas y en los seres humanos que nos rodean. Para ser feliz, hay que amar la vida y preservar en lo íntimo de cada quien el fresco latido de la infancia. Tenemos que cuidarnos de la ponzoña que envilece el alma, hecha de amargura, de envidia, de resentimiento, de mezquina ambición.
Los niños nacen para ser felices. Por eso, para los niños de nuestra América, José Martí escribió La edad de oro. Lo hizo con el propósito de ensanchar horizontes al conocimiento del perfil de los héroes, de los pueblos de otros continentes, de los últimos inventos de la civilización. Se valió de la prosa y de la poesía para afinar la sensibilidad para el goce de las palabras y de la melodía del verso y despertar en la virtud el rechazo a la mezquindad y el reconocimiento de la plenitud humana en el gesto generoso. En la delicada y entrañable verdad de esas páginas se revela la dimensión de quien, consciente de la ingratitud probable de los hombres, se entregó de lleno, en sus actos, a la lucha por el mejoramiento posible de sus semejantes.
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