Por: Paul Krugman Premio Nobel Economía
Jonathan Gruber está indignado y no va a seguir soportándolo. En un reciente artículo para The New Republic, el eminente economista de la salud y arquitecto de la reforma sanitaria ha escrito acerca de su irritación con Casey Mulligan, que ha tergiversado sus puntos de vista, y también los míos, en una columna digital para The New York Times a principios de este mes.
Gruber tiene motivos para estar furioso: la columna era denigrante y falaz. Pero creo que deberíamos situarla en una perspectiva más amplia: la del perenne mito del estúpido economista progresista.
Por lo tanto, en lo que se refiere a Mulligan, un economista de la Universidad de Chicago: como demostraba Gruber, en su columna incluía numerosos embustes, asegurando que cosas que había escrito él eran las conclusiones de un reciente informe de la Oficina de Presupuestos del Congreso, cuando no lo eran. Eran opiniones del propio Mulligan, sacadas, digamos, de la manga, que él atribuía a la oficina de presupuestos para darles una apariencia de autoridad.
Aparte de eso, Mulligan decía a los lectores que tanto Gruber como yo somos demasiado estúpidos o demasiado cobardes para reconocer que, en Estados Unidos, la ausencia de incentivos para trabajar producto de determinados aspectos de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible impone costes económicos.
Uno sospecha que Mulligan ciertamente no ha leído un par de artículos con enlaces en su columna. Si lo hubiese hecho, habría encontrado esto, extraído de un artículo de opinión de Gruber en The Los Angeles Times: “La Oficina de Presupuestos del Congreso también prevé la reducción del trabajo por parte de aquellas personas que acortan sus horas o evitan ascender en la escala laboral porque no quieren dejar de tener derecho a Medicaid, o porque no quieren que los ingresos por su salarios sean tan elevados que puedan hacerles perder las desgravaciones fiscales para ayudarles a pagar las primas del seguro. A diferencia del abandono voluntario del puesto de trabajo, este segundo tipo de reducción del trabajo podría conllevar auténticas distorsiones económicas, y ser un coste, y no un beneficio”.
Y esto otro, de mi columna en The New York Times del 6 de febrero: “Para que quede claro, el previsto descenso a largo plazo de las horas de trabajo no es del todo positivo. Los trabajadores que decidan pasar más tiempo con sus familias saldrán ganando, pero también impondrán una cierta carga al resto de la sociedad, por ejemplo, al pagar menos impuestos sobre la nómina y sobre la renta. Por lo tanto, Obamacare tiene un cierto coste más allá de las subvenciones del seguro”.
Así que los dos reconocemos que hay efectos en los incentivos, y que tienen un coste; pero los dos sostenemos con argumentos cuantitativos que no es un gran coste. Y ni mucho menos el liberalismo doctrinario que Mulligan ha creído ver.
Vayamos a una cuestión más general. Lo que se observa en esta columna concreta de Mulligan es el mismo mito conservador acerca de los economistas progresistas que me encuentro continuamente en muchos contextos.
La cosa funciona así: los conservadores en general, y los economistas conservadores en particular, suelen tener una visión muy limitada acerca de qué trata la economía en general, es decir, la oferta, la demanda y los incentivos. Cualquier cosa que interfiera en el funcionamiento sagrado de los mercados o merme los incentivos a la producción tiene que ser mala por fuerza; cada vez que un economista progresista defiende políticas que no encajan a la perfección en esta ortodoxia, tiene que ser porque no entiende la economía básica. Y los economistas conservadores están tan seguros de esto que no se pueden molestar en leer realmente lo que escriben los progresistas. Al primer atisbo de desviación del laissez-faire, dejan de prestar atención y empiezan a debatir con los estúpidos progresistas que hay en sus mentes, no con los economistas de verdad que están ahí.
En consecuencia, muchos conservadores parecen absolutamente incapaces de tomar en consideración la idea de que gente como Gruber o usted puedan entender perfectamente la economía básica y, no obstante, creer muy razonablemente que es preciso ir más allá.
Sobre la cuestión de la asistencia sanitaria: sí, hay efectos en los incentivos, como ocurre con todos los seguros, por cierto. Pero también hay buenos motivos para pensar que hay una seria imperfección del mercado en la forma de vinculación al puesto de trabajo – es decir, empleados que se sienten atrapados en sus empleos porque no tienen la seguridad de poder tener un seguro de salud subvencionado si se trasladan – y que, incluso al margen de esto, ampliar el seguro sanitario tiene importantes ventajas que hay que sopesar frente a cualquier coste. Todo esto está dicho brevemente en los dos artículos criticados por Mulligan, y mucho más extensamente en nuestros otros escritos. Pero como pasa con tanta frecuencia, los conservadores desarrollan problemas de comprensión lectora cuando surge este tipo de asuntos.
Me he topado con reacciones similares en muchas otras cuestiones. ¿Está usted diciendo que el déficit presupuestario es útil en una economía deprimida? Lo que debe de estar diciendo en realidad es que los déficits y los Gobiernos grandes siempre son buenos, lo cual es una estupidez, jajaja. ¿Está usted diciendo que, en una economía con contracción de la demanda, el aumentar los subsidios por desempleo puede crear puestos de trabajo? Pero hace tiempo también dijo que el seguro de paro puede aumentar la tasa natural de desempleo, o sea, que es usted estúpido, jajaja.
En fin, en todo caso, alguien está siendo estúpido.
Traducción de News Clips.
© 2014 The New York Times.
Jonathan Gruber está indignado y no va a seguir soportándolo. En un reciente artículo para The New Republic, el eminente economista de la salud y arquitecto de la reforma sanitaria ha escrito acerca de su irritación con Casey Mulligan, que ha tergiversado sus puntos de vista, y también los míos, en una columna digital para The New York Times a principios de este mes.
Gruber tiene motivos para estar furioso: la columna era denigrante y falaz. Pero creo que deberíamos situarla en una perspectiva más amplia: la del perenne mito del estúpido economista progresista.
Por lo tanto, en lo que se refiere a Mulligan, un economista de la Universidad de Chicago: como demostraba Gruber, en su columna incluía numerosos embustes, asegurando que cosas que había escrito él eran las conclusiones de un reciente informe de la Oficina de Presupuestos del Congreso, cuando no lo eran. Eran opiniones del propio Mulligan, sacadas, digamos, de la manga, que él atribuía a la oficina de presupuestos para darles una apariencia de autoridad.
Aparte de eso, Mulligan decía a los lectores que tanto Gruber como yo somos demasiado estúpidos o demasiado cobardes para reconocer que, en Estados Unidos, la ausencia de incentivos para trabajar producto de determinados aspectos de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible impone costes económicos.
Uno sospecha que Mulligan ciertamente no ha leído un par de artículos con enlaces en su columna. Si lo hubiese hecho, habría encontrado esto, extraído de un artículo de opinión de Gruber en The Los Angeles Times: “La Oficina de Presupuestos del Congreso también prevé la reducción del trabajo por parte de aquellas personas que acortan sus horas o evitan ascender en la escala laboral porque no quieren dejar de tener derecho a Medicaid, o porque no quieren que los ingresos por su salarios sean tan elevados que puedan hacerles perder las desgravaciones fiscales para ayudarles a pagar las primas del seguro. A diferencia del abandono voluntario del puesto de trabajo, este segundo tipo de reducción del trabajo podría conllevar auténticas distorsiones económicas, y ser un coste, y no un beneficio”.
Y esto otro, de mi columna en The New York Times del 6 de febrero: “Para que quede claro, el previsto descenso a largo plazo de las horas de trabajo no es del todo positivo. Los trabajadores que decidan pasar más tiempo con sus familias saldrán ganando, pero también impondrán una cierta carga al resto de la sociedad, por ejemplo, al pagar menos impuestos sobre la nómina y sobre la renta. Por lo tanto, Obamacare tiene un cierto coste más allá de las subvenciones del seguro”.
Así que los dos reconocemos que hay efectos en los incentivos, y que tienen un coste; pero los dos sostenemos con argumentos cuantitativos que no es un gran coste. Y ni mucho menos el liberalismo doctrinario que Mulligan ha creído ver.
Vayamos a una cuestión más general. Lo que se observa en esta columna concreta de Mulligan es el mismo mito conservador acerca de los economistas progresistas que me encuentro continuamente en muchos contextos.
La cosa funciona así: los conservadores en general, y los economistas conservadores en particular, suelen tener una visión muy limitada acerca de qué trata la economía en general, es decir, la oferta, la demanda y los incentivos. Cualquier cosa que interfiera en el funcionamiento sagrado de los mercados o merme los incentivos a la producción tiene que ser mala por fuerza; cada vez que un economista progresista defiende políticas que no encajan a la perfección en esta ortodoxia, tiene que ser porque no entiende la economía básica. Y los economistas conservadores están tan seguros de esto que no se pueden molestar en leer realmente lo que escriben los progresistas. Al primer atisbo de desviación del laissez-faire, dejan de prestar atención y empiezan a debatir con los estúpidos progresistas que hay en sus mentes, no con los economistas de verdad que están ahí.
En consecuencia, muchos conservadores parecen absolutamente incapaces de tomar en consideración la idea de que gente como Gruber o usted puedan entender perfectamente la economía básica y, no obstante, creer muy razonablemente que es preciso ir más allá.
Sobre la cuestión de la asistencia sanitaria: sí, hay efectos en los incentivos, como ocurre con todos los seguros, por cierto. Pero también hay buenos motivos para pensar que hay una seria imperfección del mercado en la forma de vinculación al puesto de trabajo – es decir, empleados que se sienten atrapados en sus empleos porque no tienen la seguridad de poder tener un seguro de salud subvencionado si se trasladan – y que, incluso al margen de esto, ampliar el seguro sanitario tiene importantes ventajas que hay que sopesar frente a cualquier coste. Todo esto está dicho brevemente en los dos artículos criticados por Mulligan, y mucho más extensamente en nuestros otros escritos. Pero como pasa con tanta frecuencia, los conservadores desarrollan problemas de comprensión lectora cuando surge este tipo de asuntos.
Me he topado con reacciones similares en muchas otras cuestiones. ¿Está usted diciendo que el déficit presupuestario es útil en una economía deprimida? Lo que debe de estar diciendo en realidad es que los déficits y los Gobiernos grandes siempre son buenos, lo cual es una estupidez, jajaja. ¿Está usted diciendo que, en una economía con contracción de la demanda, el aumentar los subsidios por desempleo puede crear puestos de trabajo? Pero hace tiempo también dijo que el seguro de paro puede aumentar la tasa natural de desempleo, o sea, que es usted estúpido, jajaja.
En fin, en todo caso, alguien está siendo estúpido.
Traducción de News Clips.
© 2014 The New York Times.
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