Por Lernardo Padura
Un hombre que vivió para crear belleza.
Treinta y siete años después todavía soy capaz de evocar aquella rutilante tarde dominical en que, con la persistencia de un corredor de fondo, devoré las 150 páginas finales de Cien años de soledad para llegar a entender por qué en el mundo existen estirpes condenadas a tal destino. Mi primer encuentro con la literatura de Gabriel García Márquez fue arrollador y definitivo, como la llegada del apocalipsis que borra a Macondo de la faz de la tierra, y me impulsó en la lectura deslumbrada de toda su obra hasta entonces existente y hallable en Cuba. Con su literatura García Márquez hizo una muesca indeleble en mis gustos estéticos y, como sabría varios años después, en mi propia búsqueda de un estilo literario y periodístico en el cual el rey de la lengua es el adjetivo, esa capacidad de calificación que nadie como él dominó en el arte mayor que es la escritura en castellano.
De la muerte de Gabo, recién acaecida, no voy a hablar. No del vacío que deja. Más bien del espacio que llenó para siempre y de la relación que, sin él saberlo, en la lejanía, tuve con su obra y con su persona –similar a la que tuvimos la mayoría de sus lectores.
Porque solo en una ocasión hablé con él y apenas fueron unas palabras. El encuentro ocurrió en el año 1982 o principios de 1983, durante una de sus muchas visitas a Cuba. Por ese entonces Gabo compartía una animada amistad con el poeta Eliseo Diego –uno de los pocos escritores cubanos que pasó del saludo afectuoso a la relación personal con el Premio Nobel colombiano-. De esa relación se benefició Eliseo Alberto, Lichi, el hijo de Eliseo, que fue el propiciador de ese único encuentro con García Márquez. Por algún motivo que no recuerdo, Gabo le había pedido a Lichi que quería conocer a algunas jóvenes “promesas” de la narrativa cubana, y Lichi preparó una conversación en la que participaríamos Senel Paz, Luis Manuel García, el propio Lichi y yo. El lugar fijado fue el hotel Riviera, donde se alojaba el maestro, y el encuentro ocurriría durante un almuerzo. Para desesperación de nuestros jóvenes estómagos de entonces, Gabo llegó dos casi dos horas de retraso a la cita, dijo estar apurado, y le pidió al camarero “una sopita”, con lo que nos cortó la posibilidad de lanzarnos sobre el menú. Media hora después, terminada su sopa, también había concluido el encuentro de García Márquez con las jóvenes “promesas” de la literatura cubana… por cuya literatura no preguntó una sola vez.
Quizás sin que Gabo nunca lo supiera, por esos mismos tiempos una crónica periodística suya había sido causa de un debate que terminó con la censura del texto escrito por el Premio Nobel. La crónica en cuestión fue la que el colombiano redactó a raíz del asesinato de John Lennon, y que había publicado en México, creo que en la revista Proceso, con la cual colaboraba por ese entonces. Sé que en alguno de mis archivos está guardada esa crónica, en la que Gabo rendía homenaje al sentido ético y civil de Lennon y a su grandeza artística y capacidad para crear belleza… Y el problema surgió cuando a los que por entonces trabajábamos como redactores de El Caimán Barbudo se nos ocurrió que reproducir aquel texto sería, por supuesto, el mejor modo de rendir homenaje al ex Beatle asesinado por un fanático enloquecido. Pero una cosa pensábamos las jóvenes “promesas” del periodismo cubano y otra quienes nos dirigían, que no sé por qué motivo (es intrincado a veces entender los motivos de los censores), consideraron inapropiada la crónica y, de paso, una muestra de nuestros problemas ideológicos el hecho de proponer su publicación en el mensuario cultural.
Unos pocos años después, ya expulsado de El Caimán por mis patentes problemas ideológicos, tuve la fortuna de compartir varias veces una página dominical de Juventud Rebelde con García Márquez. Fue la época dorada del diario, cuando se preparaban esmeradas ediciones dominicales y uno de los platos fuertes era la reproducción de una crónica de Gabo en la página 3 del periódico, acompañada por la de un autor cubano, que me tocó ser a mí en varias ocasiones. Aquella competencia terrible, fue sin embargo un acicate, creo que el más apropiado para que me esforzara por esos años en escribir un periodismo diferente, en el que la literatura, el uso de técnicas narrativas y el cuidado del lenguaje tuvieran el mismo protagonismo que la historia escogida como tema periodístico.
Creo que por fortuna mi relación literaria con Gabo terminó con esas influencias controlables y benéficas. A muchos otros escritores la literatura de García Márquez los marcó de un modo tal que con mucha dificultad o nunca, supieron o pudieron superar el estadio avasallante de la imitación, al que con tanta facilidad arrastraban el estilo, la estética y los delirantes universos garciamarquianos. Pienso, en cambio, que mucho me habría gustado establecer una relación de cercanía personal con él, de quien tantas agudezas y chistes se contaban, nacidos del carácter caribeño que siempre lo acompañó. Pero, quizás por preservar su privacidad o tal vez por otros motivos, García Márquez no fue especialmente abierto a establecer nexos personales con los escritores cubanos, a pesar de sus frecuentes estancias en Cuba. Su círculo de amistades fue cerrado y selecto.
La última vez que lo vi en público sentí también de modo avasallante la certeza de las crueldades de la vida. Fue hace quizás dos o tres años, durante un concierto de Ernán López-Nussa en La Habana, al que el novelista asistió con su esposa Mercedes y la escritora Wendy Guerra, que insistió en que me acercara y lo saludara. Vi entonces ante mí a un anciano con una sonrisa vacía y una mirada sin brillo, que mantenía un aletargado contacto con la realidad, como casi todos los Aurelianos de su gran novela. Tuve la certeza de que García Márquez ya no solo era el creador de Macondo, sino un habitante vivo del pueblo perdido, sin memoria ni posibilidades de retorno a la realidad de este mundo, del que el escritor ahora se ha ido, provocando una conmoción similar a la que él alabó en John Lennon: porque García Márquez vivió para crear belleza, y eso es lo importante, lo trascendente, lo respetable, más allá de cercanías o lejanías personales, de encuentros cercanos o distancias invencibles.
Treinta y siete años después todavía soy capaz de evocar aquella rutilante tarde dominical en que, con la persistencia de un corredor de fondo, devoré las 150 páginas finales de Cien años de soledad para llegar a entender por qué en el mundo existen estirpes condenadas a tal destino. Mi primer encuentro con la literatura de Gabriel García Márquez fue arrollador y definitivo, como la llegada del apocalipsis que borra a Macondo de la faz de la tierra, y me impulsó en la lectura deslumbrada de toda su obra hasta entonces existente y hallable en Cuba. Con su literatura García Márquez hizo una muesca indeleble en mis gustos estéticos y, como sabría varios años después, en mi propia búsqueda de un estilo literario y periodístico en el cual el rey de la lengua es el adjetivo, esa capacidad de calificación que nadie como él dominó en el arte mayor que es la escritura en castellano.
De la muerte de Gabo, recién acaecida, no voy a hablar. No del vacío que deja. Más bien del espacio que llenó para siempre y de la relación que, sin él saberlo, en la lejanía, tuve con su obra y con su persona –similar a la que tuvimos la mayoría de sus lectores.
Porque solo en una ocasión hablé con él y apenas fueron unas palabras. El encuentro ocurrió en el año 1982 o principios de 1983, durante una de sus muchas visitas a Cuba. Por ese entonces Gabo compartía una animada amistad con el poeta Eliseo Diego –uno de los pocos escritores cubanos que pasó del saludo afectuoso a la relación personal con el Premio Nobel colombiano-. De esa relación se benefició Eliseo Alberto, Lichi, el hijo de Eliseo, que fue el propiciador de ese único encuentro con García Márquez. Por algún motivo que no recuerdo, Gabo le había pedido a Lichi que quería conocer a algunas jóvenes “promesas” de la narrativa cubana, y Lichi preparó una conversación en la que participaríamos Senel Paz, Luis Manuel García, el propio Lichi y yo. El lugar fijado fue el hotel Riviera, donde se alojaba el maestro, y el encuentro ocurriría durante un almuerzo. Para desesperación de nuestros jóvenes estómagos de entonces, Gabo llegó dos casi dos horas de retraso a la cita, dijo estar apurado, y le pidió al camarero “una sopita”, con lo que nos cortó la posibilidad de lanzarnos sobre el menú. Media hora después, terminada su sopa, también había concluido el encuentro de García Márquez con las jóvenes “promesas” de la literatura cubana… por cuya literatura no preguntó una sola vez.
Quizás sin que Gabo nunca lo supiera, por esos mismos tiempos una crónica periodística suya había sido causa de un debate que terminó con la censura del texto escrito por el Premio Nobel. La crónica en cuestión fue la que el colombiano redactó a raíz del asesinato de John Lennon, y que había publicado en México, creo que en la revista Proceso, con la cual colaboraba por ese entonces. Sé que en alguno de mis archivos está guardada esa crónica, en la que Gabo rendía homenaje al sentido ético y civil de Lennon y a su grandeza artística y capacidad para crear belleza… Y el problema surgió cuando a los que por entonces trabajábamos como redactores de El Caimán Barbudo se nos ocurrió que reproducir aquel texto sería, por supuesto, el mejor modo de rendir homenaje al ex Beatle asesinado por un fanático enloquecido. Pero una cosa pensábamos las jóvenes “promesas” del periodismo cubano y otra quienes nos dirigían, que no sé por qué motivo (es intrincado a veces entender los motivos de los censores), consideraron inapropiada la crónica y, de paso, una muestra de nuestros problemas ideológicos el hecho de proponer su publicación en el mensuario cultural.
Unos pocos años después, ya expulsado de El Caimán por mis patentes problemas ideológicos, tuve la fortuna de compartir varias veces una página dominical de Juventud Rebelde con García Márquez. Fue la época dorada del diario, cuando se preparaban esmeradas ediciones dominicales y uno de los platos fuertes era la reproducción de una crónica de Gabo en la página 3 del periódico, acompañada por la de un autor cubano, que me tocó ser a mí en varias ocasiones. Aquella competencia terrible, fue sin embargo un acicate, creo que el más apropiado para que me esforzara por esos años en escribir un periodismo diferente, en el que la literatura, el uso de técnicas narrativas y el cuidado del lenguaje tuvieran el mismo protagonismo que la historia escogida como tema periodístico.
Creo que por fortuna mi relación literaria con Gabo terminó con esas influencias controlables y benéficas. A muchos otros escritores la literatura de García Márquez los marcó de un modo tal que con mucha dificultad o nunca, supieron o pudieron superar el estadio avasallante de la imitación, al que con tanta facilidad arrastraban el estilo, la estética y los delirantes universos garciamarquianos. Pienso, en cambio, que mucho me habría gustado establecer una relación de cercanía personal con él, de quien tantas agudezas y chistes se contaban, nacidos del carácter caribeño que siempre lo acompañó. Pero, quizás por preservar su privacidad o tal vez por otros motivos, García Márquez no fue especialmente abierto a establecer nexos personales con los escritores cubanos, a pesar de sus frecuentes estancias en Cuba. Su círculo de amistades fue cerrado y selecto.
La última vez que lo vi en público sentí también de modo avasallante la certeza de las crueldades de la vida. Fue hace quizás dos o tres años, durante un concierto de Ernán López-Nussa en La Habana, al que el novelista asistió con su esposa Mercedes y la escritora Wendy Guerra, que insistió en que me acercara y lo saludara. Vi entonces ante mí a un anciano con una sonrisa vacía y una mirada sin brillo, que mantenía un aletargado contacto con la realidad, como casi todos los Aurelianos de su gran novela. Tuve la certeza de que García Márquez ya no solo era el creador de Macondo, sino un habitante vivo del pueblo perdido, sin memoria ni posibilidades de retorno a la realidad de este mundo, del que el escritor ahora se ha ido, provocando una conmoción similar a la que él alabó en John Lennon: porque García Márquez vivió para crear belleza, y eso es lo importante, lo trascendente, lo respetable, más allá de cercanías o lejanías personales, de encuentros cercanos o distancias invencibles.
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