Íñigo Errejón
Doctor e investigador en Ciencia Política en la UCM y responsable de estrategia y comunicación de Podemos
Aunque en mi casa de la infancia había algún libro suyo en las estanterías, no fue hasta mi último año de licenciatura cuando leí a Ernesto Laclau junto a Chantal Mouffe -su compañera sentimental e intelectual-, en un seminario del profesor Javier Franzé en el año 2005-2006. Recuerdo que el fragmento de "Hegemonía y estrategia socialista" me pareció una lectura densa y complicada, a la que después regresaría lápiz en mano, pero que sin embargo hizo ya que se me tambaleasen algunas certezas y me abrió un campo de curiosidad intelectual al que luego me dedicaría. Tiempo después, pasando por Buenos Aires tras un año de estancia de investigación en Bolivia, me compré "La Razón Populista", ya obsesionado por comprender lo nacional-popular en Latinoamérica y apasionado por algunas de sus ambivalencias. Era el año 2009. En mayo de 2011, tres días después del 15M, defendí en la Universidad Complutense mi tesis doctoral: "La lucha por la hegemonía del MAS en Bolivia (2006-2009):un análisis discursivo" en la que el trabajo de Ernesto Laclau (de nuevo: y de Chantal Mouffe) y de su escuela neogramsciana ocupaban ya un lugar teórico central.
Hace unos días, introduciendo un acto con el Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, sin duda otra gran cabeza del cambio de época latinoamericano, pensaba que "no es fácil presentar a alguien a quien se ha leído mucho". Me doy cuenta ahora de que menos aún lo es escribir un obituario de alguien, lejano y cercano, a quien sin haberlo conocido se ha estudiado mucho.
Ayer domingo, falleció en Sevilla el teórico político argentino Ernesto Laclau (1935-2014), que se había doctorado en Oxford de la mano de Eric Hobsbawn y actualmente era profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad de Essex, donde fundó una escuela teórica dedicada al análisis del discurso y la ideología como prácticas que conforman sujetos. Laclau nos ha dejado una obra que representa quizá el más importante de los desarrollos teóricos del concepto de hegemonía de Antonio Gramsci.
La trayectoria intelectual de Ernesto Laclau cruza constantemente las fronteras de las disciplinas (historia, filosofía, ciencia política) y refuta el prejuicio conservador de la incompatibilidad entre rigor y compromiso: en cada paso de su carrera son inseparables la solidez académica y la curiosidad e implicación intelectual en las disputas de su tiempo y su posible recorrido emancipador. Laclau escribe de manera meticulosa y sistemática, pero también viva, polémica y arrolladora.
Procedente en su juventud del Partido Socialista de la Izquierda Nacional de Abelardo Ramos, y partiendo de un marxismo en diálogo con el fenómeno popular del peronismo ("el peronismo me hizo entender a Gramsci", afirmaba) el cuerpo central de su obra se ha orientado a pensar el concepto de hegemonía, en una discusión abierta con Gramsci a partir de un desarrollo original y no canónico -casi herético- de sus conceptos e intuiciones inacabadas. Las preguntas de cómo funciona la capacidad de crear consenso y legitimidad y, en particular, cómo y bajo qué condiciones los de abajo son capaces de darle la vuelta a su subordinación y conformar un bloque histórico que dirija y organice la comunidad política, son nucleares en el pensamiento de Ernesto Laclau.
"Hegemonía y estrategia socialista" (1985) es la obra principal de Laclau y Chantal Mouffe, un libro fundante de todo un enfoque teórico. En él se propone una comprensión de la política como disputa por el sentido, en la que el discurso no es lo que se dice -verdadero o falso, desvelador o encubridor- de posiciones ya existentes y constituidas en otros ámbitos (lo social, lo económico, etc.) sino una práctica de articulación que construye unas posiciones u otras, un sentido u otro, a partir de "datos" que pueden recibir significados muy distintos según se seleccionen, agrupen y, sobretodo, contrapongan.
Que el sentido no esté dado sino que dependa de equilibrios y pugnas es la base de la democracia y no una amenaza, como pretende el pensamiento conservador que quiere reducir la política a la gestión de lo decidido en otro lugar. De acuerdo con este enfoque, la política no sería similar ni al boxeo (mero choque o gestión entre actores ya existentes) ni siquiera al ajedrez (alianzas, movimientos y tácticas con piezas ya dadas) sino a una contínua "guerra de posiciones" -con episodios de movimientos, pero también de congelación institucional de equilibrios de fuerzas, claro está- por constituir los bandos (las identidades), los términos, y el terreno mismo de la disputa. La fragmentación de las posibles identidades y su contingencia no da lugar aquí a una celebración de las particularidades ni al mito conservador del fin del antagonismo, sino a una conciencia de la necesidad insustituible de la política, de articular y generar imaginarios que aúnen y movilicen.
Este poder es la hegemonía: la capacidad de un grupo de presentar su proyecto particular como encarnando el interés general (un particular que genera en torno a sí un universal), una relación contingente, siempre incompleta, contestada y temporal. No se trata sólo de liderazgo ni de mera alianza de fuerzas, sino de la construcción de un sentido nuevo que es más que la suma de las partes y que produce un orden moral, cultural y simbólico en el que los sectores subalternos e incluso los adversarios deben operar con los términos y sobre el terreno de quien detenta la hegemonía, convertida ya en sentido común que no puede quebrarse desde la absoluta exterioridad que condena a la irrelevancia.
En este modelo juegan un papel principal los "significantes flotantes", similar al de las colinas privilegiadas desde las que se domina el campo de batalla. Se trata de aquellos símbolos o nombres portadores de legitimidad pero que no están anclados a un sentido determinado y por tanto pueden servir de catalizadores y estandartes de un conjunto de fragmentos o reclamaciones desatendidas que se conviertan en un "nosotros" político con voluntad de poder, lo cual requiere siempre la definición de un "ellos" responsabilizado de los problemas. No es una operación de descripción, es de generación de sentido.
Sin embargo es sin duda en torno a la discusión del concepto "maldito" de populismo cuando Laclau adquirió su mayor impacto mediático y político. En "La Razón Populista" (2005) analiza las premisas elitistas y sustancialmente antidemocráticas que están detrás de la identificación entre "pueblo" y "bajas pasiones que pueden exaltar los demagogos", y postula que la amenaza para las democracias contemporáneas no viene de su sobreuso plebeyo sino de su estrechamiento oligárquico, por minorías que escapan al control popular. A continuación, propone una conceptualización del populismo radicalmente distinta a su uso mediático peyorativo y vago: entenderlo no como un contenido ideológico sino como una forma de articular identidades populares -típica en momentos de crisis e incapacidad de absorción institucional, descontento y dislocación de las lealtades previas- por dicotomización del espacio político frente a las élites que son simbólicamente agrupadas: Una "plebs" que exige ser el único "populus" legítimo". Una nueva frontera parte horizontalmente el campo dibujando un nuevo "ellos" frente al que producir una identidad popular que desborda las metáforas que antes repartían posiciones. La carga ideológica en cada caso dependería de la naturaleza y gestión de esa frontera.
Esta conceptualización del populismo hace de las categorías de Laclau una referencia imprescindible para entender las experiencias de cambio político, formación de gobiernos nacional-populares y reforma estatal en Latinoamérica a comienzos del siglo XXI; pero al mismo tiempo puede ser la causa del ninguneo o la hostilidad hacia este "último Laclau" en España pese a su influencia intelectual y reconocimiento académico en Europa y Latinoamérica. Porque hay que recordar que las experiencias latinoamericanas de inclusión y expansión democrática se producen entre la hostilidad del pensamiento conservador y la incomprensión de la mayor parte de la izquierda para la que el populismo es una falsificación o distracción más o menos dañina de las verdades ya constituidas.
Como hay que recordar también de la mano de Marco d´Eramo en su artículo "El populismo y la nueva oligarquía" (New Left Review 82) que en Europa se atraviesa un momento significativo en el que a medida que avanza la ofensiva oligárquica, el empobrecimiento y el desprecio de las élites por el pueblo incluso como instancia legitimadora, aumentan las acusaciones de "populismo" contra cualquier muestra de descontento o reivindicación del papel de los muchos en los asuntos comunes. Una latinoamericanización de la política en la europa meridional que acerca las discusiones y pone por primera vez las brújulas mirando al sur, no para copiar sino para traducir, reformular, saquear el arsenal de conceptos y ejemplos. Una latinoamericanización que se despliega por arriba pero también por abajo. No es un secreto para nadie que alguna iniciativa política reciente en nuestro país no habría sido posible sin la contaminación intelectual y el aprendizaje de los procesos vivos de cambio en Latinoamérica, y de una comprensión del rol del discurso, el sentido común y la hegemonía que es clara deudora del trabajo de Laclau entre otros.
Ernesto Laclau ha fallecido cuando más falta hacía, en el filo de un momento de incertidumbre y apertura de grietas para posibilidades inéditas. Para pensar los desafíos de la sedimentación de la irrupción plebeya y constituyente en los estados latinoamericanos y para atreverse en el sur de Europa con los retos de cómo convertir el descontento y sufrimiento de mayorías en nuevas hegemonías populares. Nos deja frente a esa tarea pero no solos, sino con unas categorías vivas y una veta abierta y rica de pensamiento audaz y radical, a estudiar, traducir y llevar más allá de sus contornos, como hiciera él mismo con las ideas de Antonio Gramsci, encontrarle aliados insospechados, huecos inadvertidos y potencialidades no previstas. Deja sembrado, junto con muchos otros, el caudal intelectual y político de una América Latina que ha expandido el horizonte de lo posible y nos ha devuelto la política como creación, tensión y apertura. También como arte cotidiano y plebeyo. Una América Latina que demuestra que a veces, con más audacia y creación que esencias, con más estudio que dogmas, con más insolencia que garantías y manuales, sí se puede.
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