"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

martes, 1 de julio de 2014

Las heridas de la memoria


Hace apenas unos días, en Lawton, cuando pregunté por un puesto de venta de papas, me dijeron que estaba unas cuadras más adelante, frente al cine Erie. Caminé en esa dirección, y al llegar, comprobé que ya no había papas, ni tampoco existía el Erie, sino apenas una construcción ruinosa. Donde había un cine ahora hay una herida, en el entorno y en la memoria. 

La Habana es una ciudad llena de heridas. Apenas hay un sitio en la urbe que no las muestre. Lo peor es que la memoria de los habaneros también lo está. Toda una diversidad de edificios, calles, lugares, espacios que solo existen en nuestra memoria lacerada.

La muerte de los cines es una de las heridas que más nos duelen, que no cicatrizan. Las ruinas y ausencias de unos –Capri, Campoamor, Rex-Duplex, Moderno, Tosca, Ideal, San Francisco…– y la inexistencia funcional de casi todos los otros, convertidos en almacenes, oficinas, locales de danza o teatro, nos crea una sensación inefable, entre la pena y la rabia.

Pero hay otras pérdidas igualmente lastimosas, como la Peña de Teresita Fernández y el Anfiteatro, en el Parque Lenin –donde cantaron Joan Manuel Serrat, Santi Castellanos, Luis Gardey, Dean Reed–, los Paragüitas de Prado, la red de clubes, las piscinas públicas, los campos deportivos, las librerías, las tiendas, o los parques de diversiones.

Los fantasmas de los restaurantes son similarmente persistentes y angustiantes, quizás de los peores, porque aún “existen”, pero sin alma, sin el sabor que les dio fama: El Polinesio, El Mandarín, La Carreta, El Cochinito, El Conejito, El Emperador, La Torre, La Bodeguita, El Centro Vasco, Taramar… ¿Adónde fueron aquellas paellas, arroces, caldos, fabadas, platos paradisíacos? 

Porque si hay un campo que ha sufrido la erosión y los cambios de las últimas décadas ha sido la gastronomía. Para no ir tan atrás, en la década de 1960 el consumo de pastas se hizo popular con el auge de las pizzerías. Enormes colas se hacían para acceder a las mismas, pero valía la pena el tiempo invertido para degustar aquellas lasañas, espaguetis y pizzas cuyos precios y calidades se extraviaron años más tarde. La popularidad de las pastas no ha decrecido, pero “aquellas” pizzerías solo habitan nuestros recuerdos. 

Los sesenta también vieron florecer los restaurantes llamados Mar-Init, repletos de alimentos del mar. Recordarlos ahora es uno de los ejercicios más atormentadores, otra herida en la memoria. Langostas, camarones, calamares, cangrejos, ostiones, pargos y agujas se nos confunden en sueños y pesadillas con seres mitológicos.

En los setenta llegaron los Pío-Pío, especializados en pollo. En algunos lugares, sustituyendo a los Mar-Init, en otros, en nuevos espacios. Fueron muy bien acogidos y rápidamente se hicieron muy populares. Sus amplias canchas siempre estaban concurridas por adictos al pollo frito y la cerveza.

El extendido consumo de la cerveza en la población cubana y su expendio en bares, cafeterías y restaurantes reclama una crónica aparte, pero no puede dejar de mencionarse a las cerveceras en esta relación de pérdidas, las llamadas “piloto”, tan parecidas a las cantinas de las películas norteamericanas del oeste –por la violencia que allí se desataba– que su desaparición fue un alivio ambiental. Sin embargo, alguna de ellas –como la enclavada en la llamada Feria de la Juventud, en Plaza– se echa en falta.

En realidad, el expendio de cerveza a granel tuvo un inicio afortunado en La Habana, con la creación de “La Taberna checa”, en la calle San Lázaro, durante los sesenta. El líquido era de óptima calidad y el ambiente agradable, quizás un intento de establecer en la ciudad algo así como los pubs británicos. Pero entre aquella taberna y las pilotos hubo una diferencia sideral, como entre una sinfonía de Mozart y un reguetón.

Si las pilotos dejaron un mal recuerdo y, por tanto, no forman parte de la añoranza, tampoco las “hamburgueseras” que invadieron La Habana en el punto más caliente de las crisis, en los noventa. Ellas se apropiaron de los espacios de restaurantes y cafeterías y llegaron para ofrecer algo cuando no había prácticamente nada que llevar a la mesa, pero aquella mezcla de soya y carne dudosa nunca fue bien recibida. Fue un recurso de sobrevivencia como las ollas colectivas en los refugios.

La última mutación de los espacios vio nacer a los restaurantes vegetarianos, los que languidecieron en poco tiempo, hasta finalmente desaparecer, entre la desidia administrativa y, quizás, la falta de costumbre de los cubanos de consumir vegetales. La esquina de Infanta y San Lázaro es un muestrario de esas mutaciones. Quien pase por allí podrá sentir la vibración de esos fantasmas –con El Caballero de París incluido– en un local que aún no sabe cuál será su próximo destino. 

En el siglo pasado–en 1928–, se desató una polémica en la prensa habanera por los nombres de las calles de la ciudad, muchas de las cuales habían sido renominadas. Ocho años después, un proyecto del historiador Emilio Roig restituyó la mayoría de los nombres antiguos. Pero veintidós de esas calles conservaron el nuevo. La población, sin embargo, siguió utilizando la nominación tradicional: Galiano, Reina, Belascoaín, Prado, Monserrate, Egido, Cristina, Infanta…, todas ellas asentadas en la memoria y las costumbres.

La gente se negó a llamar Avenida de Italia a Galiano, Padre Varela a Belascoaín, Avenida del Presidente Menocal a Infanta, o Avenida de Bolívar a la calle Reina. En muchas de ellas conviven los rótulos más antiguos y los posteriores, contribuyendo a la confusión del caminante. 
Similarmente, los habaneros dan puntos de referencia fantasmales en la ciudad: El Pio Pío de la Víbora, el Ten Cent de Galiano (tienda Trasval), Sear (actual Palacio de la Computación en Centro Habana), El Picadero y El Golfito (en Alamar), Feíto y Cabezón (ferretería de la calle Reina), el cine Martha (en Arroyo Naranjo) y muchísimos más.

Nombrar lo que ya no existe es acaso una forma de resistencia de la memoria, una manera de lidiar con sus heridas y contener la añoranza por tantas pérdidas.

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