Vicenç Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y ex Catedrático de Economía Aplicada. Universidad de Barcelona
La gran mayoría de la población española no ha oído ni leído prácticamente nada sobre el llamado Tratado de Libre Comercio entre EEUU y la Unión Europea. Y lo poco que habrá leído u oído le habrá parecido que es un tema que debería favorecerse, pues un tratado con este título seguro que aumentará el comercio entre los dos lados del Atlántico Norte, y con ello la actividad económica y la creación de empleo. Los mayores medios de información y persuasión, en manos de grandes grupos financieros y empresariales, o bajo el control de opciones políticas próximas a estos intereses, seguro que proveerán las cajas de resonancia para que el lector, el oyente y el televidente de tales medios saque esta percepción de dicho tratado.
Y ahí está el problema, pues tal tratado afectará a la gran mayoría de la población en términos desfavorables a sus estándares de vida y al nivel de protección social que ha adquirido, protección que se debilitará considerablemente con la aplicación de ese tratado. Y la causa de que ello ocurra así y no de otra manera es consecuencia del enorme poder que los grandes conglomerados económicos y financieros tienen sobre el Estado federal de EEUU y sobre los Estados miembros de la Unión Europea. Y existe evidencia muy robusta de que ello será así. Solo basta mirar otros tratados semejantes para ver quién se ha beneficiado de ellos y quién ha salido perjudicado.
La experiencia de otros tratados de libre comercio
Hace algo más de un mes, el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz escribió un artículo en el New York Times (31.01.15), significativamente titulado “No negocien con nuestra salud” (“Don’t Trade Away our Health”), en el que detallaba cómo la industria farmacéutica, una de las más poderosas en EEUU (y en Europa), estaba, en realidad, escribiendo las reglas del nuevo Tratado de Libre Comercio de la Asociación Trans-Pacífico (Trans-Pacific Partnership, TPP), que regula el intercambio internacional de fármacos en los países del Pacífico. El objetivo de dicha industria es crear sistemas de propiedad monopolística (que entran en conflicto, por cierto, con el libre comercio) que imposibiliten medidas que rompan con tal monopolio. Y la manera de conseguirlo es dar a la industria el poder para definir el precio de los productos farmacéuticos mediante el establecimiento de patentes, por un lado, e imposibilitando el desarrollo, venta y distribución de productos genéricos, no sujetos a patentes, por otro. Tener una patente quiere decir que la industria que ha producido el fármaco patentado tiene pleno control de la producción y distribución del producto durante un largo periodo de tiempo, lo cual le permite pedir el precio que quiera por el fármaco. El caso más conocido es la producción de la medicina que cura la Hepatitis C, cuyo precio en EEUU es nada menos que de 84.000 dólares por paciente, mientras que en la India, una versión genérica (no patentada) del fármaco se vende por menos de un 1% de ese precio.
De libre, tal comercio tiene muy poco
La intención del Tratado de Libre Comercio, desde el punto de vista de la industria farmacéutica, controlada por las grandes empresas estadounidenses y europeas, es dificultar al máximo la introducción de los productos genéricos no patentados. Y lo están consiguiendo. Como Stiglitz menciona, las normas del TPP en el comercio de fármacos las están escribiendo las grandes empresas farmacéuticas que, en la práctica, controlan la agencia federal de EEUU a cargo de regular el comercio internacional de fármacos, las cuales utilizan la gran influencia comercial y diplomática del gobierno federal de EEUU para aplicar estas normas a los once países del área del Pacífico que forman parte del tratado, donde la extensión de los genéricos ha alcanzado niveles alarmantes para las grandes empresas. Un tanto semejante ocurre en el propio EEUU, donde los genéricos, para muchos productos farmacéuticos, representan ya el 86% de todas las ventas de fármacos, lo cual ha significado un ahorro para el gobierno federal de nada menos que de 100.000 millones de dólares.
De ahí la movilización de tales grandes empresas farmacéuticas para revertir este proceso, utilizando como argumento la necesidad de aumentar el comercio, cuando, en realidad, la aplicación de sus propuestas es precisamente lo opuesto a lo que indican. Su exigencia a los Estados de permitirles un comportamiento monopolístico se basa en la necesidad de recuperar el dinero supuestamente invertido en el descubrimiento y producción del nuevo fármaco, argumento sobre el que varias investigaciones académicas, creíbles y rigurosas, muestran su gran falsedad, pues la mayoría de lo que definen como producción son, de hecho, gastos de marketing y promoción. En realidad, gran parte del conocimiento científico sobre el cual se producen los nuevos fármacos procede de universidades y centros de investigación, como los famosos Institutos Nacionales de Salud (National Institutes of Health), que son financiados públicamente, lo cual explica que un número creciente de economistas, como Dean Baker, Codirector del Center for Economic and Policy Research de Washington, estén proponiendo el final de las patentes, asignando a las autoridades públicas la tarea de producir tales fármacos, lo cual resultaría más económico para los Estados, pues se librarían de tener que pagar unos precios tan altos.
Una última observación. La única defensa que la ciudadanía tiene es hacer valer su influencia sobre las instituciones democráticas que, al menos en teoría, representan sus intereses, para exigir plena transparencia en la preparación de esos tratados, rompiendo con una opacidad que intenta ocultar el maridaje y la complicidad de los intereses particulares de lobbies económicos con las agencias reguladoras públicas cautivas de tales intereses.
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