"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

viernes, 22 de noviembre de 2013

Las cerdas finitas de lo ilícito

Por Olga Elena Suarez Perez
OnCuba


Pero a mí no me ha vuelto a interesar la vida. Me lo dijo así, como quien dice hoy es sábado o este pantalón ya anda medio sucio o yo no sé qué esperan para poner un semáforo en esta esquina. Me lo dijo como si aquella fuese, entre cualquier posibilidad, la idea que más convenientemente podía ensartar todo lo anterior con todo lo venidero, y restregó de nuevo la suela del zapato contra el contén de la acera. Lo miré y pensé: debe tener, como yo, unos dieciocho años o poco más, pero tiene también un filo claro en los ojos que se me parece demasiado a la barbarie. Eran cerca de las once y habíamos llegado sin querer hasta la terminal de trenes, entonces nos sentamos en un banco de madera al lado del Ditú que hay por ahí y me dijo que a mí en realidad eso no me importaba, que yo lo que tenía que saber era que el negocio era ese, que podía tomarlo o dejarlo, que él de hecho hubiese preferido no tener que decir esa estupidez pero que era sobre todo una cuestión de protocolo, que el protocolo, ahora, me daba la oportunidad de tomarlo o dejarlo, que después no nos íbamos a andar con protocolos, que no había mucho peligro pero que si nos cogían podría llegar a lamentarme por alguna razón y que yo, la verdad, era muy joven para tener que hacer algo así. Torció la rodilla derecha, recuerdo, para mirarse bien la planta del zapato, y masculló algo sobre lo difícil que era limpiarse la mierda que se incrustaba entre las cerdas finitas de los tenis.

El día que lo agarraron ya yo llevaba como diez días detenido, y después de tenerlo más de dos horas haciéndole las mismas preguntas que me habían repetido no sé cuántas veces durante todo ese tiempo, me dijeron que si quería verlo. Y yo dije que sí, claro que quiero verlo. Entonces me lo trajeron y lo abracé. Le pasé primero los brazos por debajo de los suyos y después le recosté la cabeza en el cuello, pero él no hizo nada. No me tocó y me di cuenta que debía estar pensando que aquello era culpa mía, que yo había hablado, que a mala hora me había metido en eso, que no lo abrazara ahora como una puta. No me abraces como una puta, coño. Y nos apartaron por si acaso.

Nos cogieron en abril del 2009. El monto, dijeron, era de 150 000 dólares, la mitad para cada uno: 75 000 y 75 000. Le habíamos hecho una pérdida a Etecsa de 150 000 dólares y teníamos que pagarlo. Pero los abogados apelaron y ahora no recuerdo exactamente cómo la multa quedó en 1000 pesos cubanos. Nos quitaron, por supuesto, las computadoras y también el dinero que yo llevaba arriba, que era bastante. A mí, además, me echaron dos años de la casa al trabajo, pero a Ariel sí le cayeron dos años de verdad. Por eso se fue. Dijo que tenía que ir a Guantánamo a buscar un dinero que le debían creo y ahí mismo se largó. A mí no, a mí no me dijo nada. Yo me vine a enterar de casualidad un día que cojo y llamo al padre y le pregunto por él, y me dice que está lejos y le digo pero lejos dónde, ¿está en Guantánamo? y el padre me dice, no, en Guantánamo no, está lejos.

Cuando lo conocí yo había acabado de terminar hacía un par de meses el tecnológico en Montaje y Reparación de Equipos Industriales, MREI le dicen, y andaba vendiendo una computadora vieja, una Pentium 3, y me dijeron que fuera a verlo. Y ese mismo día me dijo lo que te conté y me enseñó el aparato que tenía. Era una cosa rústica, criolla, un teléfono normal que tenía conectado un micrófono en la bocina y una bocina en el micrófono. Todo fue muy rápido y yo no sabía si quería meterme en eso o no, pero Ariel me dijo que nos alquiláramos para probar, tú vas a ver que nos va a ir bien, la gente siempre necesita hablar, todos los muchachitos que están estudiando medicina aquí extrañan la tierra dura, la tierra firme y les cuestan muy caras las llamadas, nosotros también vamos a trabajar por la integración de Latinoamérica, no hay nada de malo en eso.

Y empezamos el negocio primero con latinoamericanos. En cada una de las tres ELAM de Horquita, aquí mismo en Cienfuegos, teníamos una persona que era las que nos llamaba y nos decía, oye, para poner una llamada ahí. Entonces se la comunicábamos y ese encargado nos iba acumulando el dinero, y un día cualquiera, cuando calculábamos que ya debía haber bastante, íbamos y lo recogíamos todo. Al que hacía eso le dábamos el 10 por ciento más una hora y tanto a la semana. Pero las llamadas se oían con eco. Del lado de acá no, los que oían el eco eran los familiares, pero no se quejaban por tal de oírle la voz a los hijos y porque no tenían que pagar tampoco. Lo hacíamos en threeway: teníamos una cuenta a full time y teníamos dos líneas telefónicas. La segunda línea se la alquilamos a un vecino en 30 o 40 dólares mensuales, aunque al final a nosotros en 100 dólares también nos iba a dar resultado. Pero bueno, 30 o 40 dólares estaban bien y así no se asustaban. Con una nos conectábamos a internet y con la otra comunicábamos con la ELAM.

Pero el crédito para cualquier país de allá abajo oscilaba entre seis y quince centavos, mientras el crédito para Estados Unidos costaba uno solo. ¿Te imaginas? Nos podía salir a un centavo el minuto, y nosotros después lo vendíamos a 50. El problema era que nadie iba a pagar del lado de allá para oír con eco. Entonces yo cogí el aparato y me pasé una noche entera analizándolo y lo mejoré, lo hice electrónico, cable contra cable y cable contra cable, y desapareció el eco. Pero cuando desapareció el eco empezó a joderse todo, porque comenzamos con Estados Unidos y la gente que no tenía teléfono, que no se les podía transferir la llamada, venía y se ponía a hablar todas sus mierdas desde la casa, arrancaban diciendo siempre que cómo estaban y por qué no has llamado, coño Manolito, mami lleva más de tres semanas sin saber nada de ti, y que si los tenis no le habían servido pero ya hablé en la tienda con la muchacha que me tiró el cabo aquella vez y me los va a cambiar por otro número de un modelo que se parece cantidad, que el médico le había cambiado el tratamiento al viejo, Jackeline te va a decir ahora el nombre de las pastillas nuevas que lo tiene anotado ahí en un papel y qué hiciste el día del cumpleaños pipo, nosotros nos quedamos esperando hasta tardísimo a ver si te comunicabas, mira, ya queda un minuto, no te preocupes que yo se lo digo. ¿Oye? Se cayó. Y ya yo no podía más, francamente no podía más y le dije a Ariel que si él quería que siguiera con aquello pero yo no aguantaba a otra vieja llorando y pidiendo dinero, que era casi repulsivo. Me atreví a decírselo, me acuerdo, porque un día fue un tipo a llamar a la mujer y no se sentó ni dijo nada, sino que se puso de pronto, así, sin más, a torcer las manos a la altura del pecho mientras sostenía el teléfono entre la cabeza y el hombro y yo me decía, ya va a parar, ya va a coger el teléfono con la mano y va a sentarse tranquilo, pero en vez de eso se enredaba más los dedos cerca del pecho y aquel gesto me fue sobrecogiendo, como es lógico, porque la gente suele toquetearse el estómago, o empieza a merodearse la cara, pero el pecho no. O sea, se tocan el pecho también, claro, pero se lo tocan y punto, no hacen todos esos movimientos casi espasmódicos que naturalmente desesperan a cualquier persona y que no acaban en ningún gesto preciso y que por esa misma razón no acaban nunca. Porque después uno no puede desprenderse de esas imágenes, y cuando estábamos tirados de noche en la cama empezaban primero las voces de todas aquellas gentes a zumbarme en el oído y me paraba y me echaba un poco de agua en las sienes y me tomaba uno o dos vasos largos y me tiraba de nuevo y dejaba de transpirar durante unos segundos y entonces, en medio de todo eso, empezaban, de imprevisto, esas manos con sus muecas y su desespero. Y no es que yo no haya aguantado, fíjate, no, es que eso es demasiado para cualquiera, porque ahí, sin darte cuenta, empiezas a responderte algunas cosas de las que en realidad nunca quisiste saber nada. Yo jamás he leído ni le he dedicado mucho tiempo a estar rumiando las ideas ni le he preguntado nada a nadie tampoco, y no era justo, porque de pronto aquellas manos me hundían la noche en la cabeza, la noche de verdad, y a nadie le gusta, ponte a pensar, quedarse a oscuras en medio de la noche.

Él estuvo de acuerdo y me dijo que lo que íbamos a hacer era revender el crédito al por mayor, aunque a Ariel las voces y los lamentos flácidos y los aspavientos de los demás lo tenían sin cuidado. Pero entre nosotros nunca hubo un sí o un no. Lo que decía uno era lo que hacía el otro sin estar dándole muchas vueltas al asunto. Si habían mil dólares en la tarjeta y a mí me hacían falta ochocientos, los cogía y no se hablaba de eso ni se partía el dinero a la mitad ni nada por el estilo. El dinero estaba ahí y era de los dos y los dos estábamos bien así, aunque la gente desconfía normalmente de esas cosas y aconseja establecer límites, los negocios van por un lado, te dice la gente, la gente que sabe, y lo otro queda fuera. Pero Ariel venía aruñando la calle desde los quince años y nadie le tuvo que decir una cosa como esa. A él ya lo habían jodido, eso era lo extraño, que actuara como si no hubiese pasado nada y que hablara de aquel modo de ese otro muchacho que estuvo todos esos meses con él en no recuerdo ahora qué invento y que se llevó el dinero dios vaya a saber a dónde. Repetía que eso había sido lo más importante de todo o lo más querido de todo o lo que más extrañaba de todo. Sí, creo que me lo dijo así mismo una vez, que era lo que más extrañaba. Y que aquellos días en que vivieron juntos no se habían parecido a nada y que por eso mismo no tenía muy bien cómo recordarlos y que en cierta forma era lo mejor que le había pasado en la vida. Que cualquiera podría decir que las cosas no le habían salido muy bien pero que a él le importaba poco el dinero, que a lo mejor yo no lo entendía pero él nunca había hecho estas cosas por dinero.

Y nos conseguimos un contacto en Miami, un pinareño que vivía allá, porque necesitábamos alguien que tuviera PayPal, que es el sistema que más se utiliza en Estados Unidos para comprar online, o que tuviera MasterCard o Visa. Porque el dinero a veces nos lo mandaban a algún lugar o lo depositaban en la Caribbean Transfers, pero la mayoría de las veces nos lo ponían en tarjetas de crédito. Entonces lo que hacíamos, a través del PayPal, era comprar crédito en el Software, asiatelelink o cualquier otro que implementara la tecnología VoIP y lo revendíamos. El minuto nos costaba un centavo y lo revendíamos a 25, al por mayor, a gente que también se dedicaba al negocio de las llamadas, pero locales, que es como se les dice cuando no se transfieren. O sea, los clientes iban a la casa de esas personas a llamar, y ellos les cobraban el minuto a 50 centavos más o menos, porque eso variaba. Y nos fuimos por todo el país a buscar al que necesitara crédito. Anduvimos alquilados por Pinar, Matanzas, Camagüey, Holguín, Guantánamo, y yo llegué a pensar que las cosas no podían ir mejor, que mi vida no debía transcurrir de otra forma.

Las sentencias fueron injustas, claro que fueron injustas, porque nosotros no le estábamos robando a nadie. Pero lo más odioso fue que estuve de acuerdo con que no nos echaran lo mismo. Para esa fecha yo no cumplía todavía los veintiuno y el abogado apoyó la defensa en eso. Entonces entendí que el filo claro que tenía Ariel en los ojos no tenía nada que ver con la barbarie ni con cosa que se le pareciera. Lo único que tenía ahí era el peso de los años, de uno o dos años que me llevaba y que le acababan de costar ahora una condena. Por eso se fue sin decirme nada y se llevó el dinero que quedaba en las tarjetas y que le había dado tiempo sacar en los diez días que estuve detenido antes que él. Por eso y porque yo había empezado a recordarle, estoy seguro, el final incomprensible de un tiempo hermoso.



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