Las iniciativas de este asentamiento buscan proteger especies como la cotorra y prevenir la violencia de género, entre otras metas de desarrollo.
Sancti Spíritus, Cuba, 12 ene.IPS - Conservar el entorno y mejorar la calidad de vida de las mujeres y hombres son los objetivos de los proyectos, concluidos y en desarrollo, en la Comunidad 23, un poblado ubicado a 17 kilómetros de la carretera Sancti Spíritus-Trinidad, en el centro sur de Cuba.
Sancti Spíritus, Cuba, 12 ene.IPS - Conservar el entorno y mejorar la calidad de vida de las mujeres y hombres son los objetivos de los proyectos, concluidos y en desarrollo, en la Comunidad 23, un poblado ubicado a 17 kilómetros de la carretera Sancti Spíritus-Trinidad, en el centro sur de Cuba.
La experiencia comenzó en 2001 cuando ganaron el Gran Premio de Trabajo Comunitario por las actuaciones de teatro sobre temas ambientales propios del lugar.
Según recuerda Aliesky Gil, activista local, “una especialista del no gubernamental Centro de Intercambio y Referencia Iniciativa Comunitaria nos invitó a un curso de gestión de proyectos en La Habana. Ahí surgió la primera iniciativa titulada: 'Comunidad 23 crece hacia un desarrollo sostenible'”.
Este asentamiento de montaña, con 389 habitantes y 145 viviendas, está anexo al área de la Reserva Ecológica de Lomas de Banao. Uno de los principales problemas que presentaban eran la caza ilícita y depredación de animales en la zona protegida.
“Paliar esa problemática fue la razón de ser del primer proyecto”, explica Gil.
Por esa razón, se concentró en solucionar graves carencia de la población, como el acceso al agua. Así se incluyó la construcción de un acueducto y el abasto de agua clorada.
“El grupo gestor de la comunidad, junto con la Fundación Antonio Núñez Jiménez y el Consejo de Iglesias de Cuba, logró apoyos para capacitar a la población sobre permacultura” (sistema para el diseño de asentamientos humanos sostenibles), rememora.
“Luego, en áreas ociosas, se comenzó a sembrar ajos, coles, lechugas y otras hortalizas, que penosamente teníamos que buscar a unos 20 kilómetros”, cuenta. De esta manera, se mejoró la mesa familiar y, al mismo tiempo, los suelos.
Luego vino un segundo proyecto: “Medio ambiente y calidad de vida”.
“Se inició la formación de promotores y promotoras de cultura alimentaria para aprender cómo nutrirse adecuadamente, un conocimiento que allí no existía. Fue importante el proceso de capacitación en trabajo comunitario y grupal y género. Uno de los resultados más trascendentes fue la buena articulación de actores”, considera Gil.
“Enseguida la comunidad quiso que se hiciera un festival por la no violencia hacia la mujer, siguiendo la experiencia de los Festivales de la Cotorra, para preservar la especie, que está hoy seriamente amenazada”, destaca el activista.
El encuentro, de dos días, se dividió en una parte metodológica, con talleres, charlas y video debates, para que las personas se identificaran con el problema; y un concurso para que todas las edades plasmaran los tipos de maltratos que conocían. El certamen sirvió también de base de diagnóstico para el grupo gestor.
En la segunda jornada, recuerda Gil, las tradiciones culturales y del ecosistema se pusieron en función de paliar el fenómeno: montas de toros y comidas típicas, de manera que participaran por igual mujeres y hombres.
En esta primera experiencia tuvieron el acompañamiento del Centro de Reflexión y Solidaridad “Oscar Arnulfo Romero” (OAR); el proyecto La Camorra, de Pinar del Río; Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Dirección de Cultura y Empresa para la Conservación de la Flora y la Fauna.
En agosto del pasado año, Comunidad 23 organizó un segundo festival, donde se presentaron 212 trabajos, de autores locales y residentes en otras comunidades cercanas como el consejo popular de Pitajones.
“En esta ocasión, también hubo buena participación de las instituciones. Se realizó una exposición de los museos de Trinidad, espectáculos de payasos, un desfile de modas y presentaciones de talentos locales”, dice Gil.
“Como coordinador, me da mucha emoción cuando los hombres nos preguntan cuándo vamos a hacer cosas con ellos. Eso es un buen indicador… se percatan que tienen un problema y demandan transformarlo”, agrega.
Según Esther Lidia Pintor, residente en Comunidad 23, además de los dos festivales, “realizamos intercambios con otras localidades y solo de mujeres, sobre la no violencia. Repartimos plegables de la campaña”, que coordina OAR.
“Ellas se muestran interesadas y quieren saber más sobre este flagelo que nos está golpeando. En los campos hay mucho machismo y las mujeres somos las que más lo sufrimos. Prevalece la violencia verbal y psicológica, aunque en ocasiones también está presente la física”, añade.
La población femenina, opina, muchas veces no identifica cuándo está siendo violentada. “Generalmente, les damos a los hombres la prioridad para que hablen y tomen las decisiones. Entonces, nuestro principal papel es enseñarles que sí existe violencia y cuáles son sus formas”, asegura.
“Si personas como nosotros construyeron una sociedad machista, nuestro deber radica en ser capaces de reconstruirla”, sostiene Pintor.
Entre las proyecciones de Comunidad 23 está un proyecto presentado al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, dirigido al montaje de minindustrias.
“Quienes van a dirigir y participar en las pequeñas industrias serán en su mayoría mujeres. Tenemos muchas, incluso graduadas, que no tienen trabajo aquí”, destaca Gil.
Según recuerda Aliesky Gil, activista local, “una especialista del no gubernamental Centro de Intercambio y Referencia Iniciativa Comunitaria nos invitó a un curso de gestión de proyectos en La Habana. Ahí surgió la primera iniciativa titulada: 'Comunidad 23 crece hacia un desarrollo sostenible'”.
Este asentamiento de montaña, con 389 habitantes y 145 viviendas, está anexo al área de la Reserva Ecológica de Lomas de Banao. Uno de los principales problemas que presentaban eran la caza ilícita y depredación de animales en la zona protegida.
“Paliar esa problemática fue la razón de ser del primer proyecto”, explica Gil.
Por esa razón, se concentró en solucionar graves carencia de la población, como el acceso al agua. Así se incluyó la construcción de un acueducto y el abasto de agua clorada.
“El grupo gestor de la comunidad, junto con la Fundación Antonio Núñez Jiménez y el Consejo de Iglesias de Cuba, logró apoyos para capacitar a la población sobre permacultura” (sistema para el diseño de asentamientos humanos sostenibles), rememora.
“Luego, en áreas ociosas, se comenzó a sembrar ajos, coles, lechugas y otras hortalizas, que penosamente teníamos que buscar a unos 20 kilómetros”, cuenta. De esta manera, se mejoró la mesa familiar y, al mismo tiempo, los suelos.
Luego vino un segundo proyecto: “Medio ambiente y calidad de vida”.
“Se inició la formación de promotores y promotoras de cultura alimentaria para aprender cómo nutrirse adecuadamente, un conocimiento que allí no existía. Fue importante el proceso de capacitación en trabajo comunitario y grupal y género. Uno de los resultados más trascendentes fue la buena articulación de actores”, considera Gil.
“Enseguida la comunidad quiso que se hiciera un festival por la no violencia hacia la mujer, siguiendo la experiencia de los Festivales de la Cotorra, para preservar la especie, que está hoy seriamente amenazada”, destaca el activista.
El encuentro, de dos días, se dividió en una parte metodológica, con talleres, charlas y video debates, para que las personas se identificaran con el problema; y un concurso para que todas las edades plasmaran los tipos de maltratos que conocían. El certamen sirvió también de base de diagnóstico para el grupo gestor.
En la segunda jornada, recuerda Gil, las tradiciones culturales y del ecosistema se pusieron en función de paliar el fenómeno: montas de toros y comidas típicas, de manera que participaran por igual mujeres y hombres.
En esta primera experiencia tuvieron el acompañamiento del Centro de Reflexión y Solidaridad “Oscar Arnulfo Romero” (OAR); el proyecto La Camorra, de Pinar del Río; Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Dirección de Cultura y Empresa para la Conservación de la Flora y la Fauna.
En agosto del pasado año, Comunidad 23 organizó un segundo festival, donde se presentaron 212 trabajos, de autores locales y residentes en otras comunidades cercanas como el consejo popular de Pitajones.
“En esta ocasión, también hubo buena participación de las instituciones. Se realizó una exposición de los museos de Trinidad, espectáculos de payasos, un desfile de modas y presentaciones de talentos locales”, dice Gil.
“Como coordinador, me da mucha emoción cuando los hombres nos preguntan cuándo vamos a hacer cosas con ellos. Eso es un buen indicador… se percatan que tienen un problema y demandan transformarlo”, agrega.
Según Esther Lidia Pintor, residente en Comunidad 23, además de los dos festivales, “realizamos intercambios con otras localidades y solo de mujeres, sobre la no violencia. Repartimos plegables de la campaña”, que coordina OAR.
“Ellas se muestran interesadas y quieren saber más sobre este flagelo que nos está golpeando. En los campos hay mucho machismo y las mujeres somos las que más lo sufrimos. Prevalece la violencia verbal y psicológica, aunque en ocasiones también está presente la física”, añade.
La población femenina, opina, muchas veces no identifica cuándo está siendo violentada. “Generalmente, les damos a los hombres la prioridad para que hablen y tomen las decisiones. Entonces, nuestro principal papel es enseñarles que sí existe violencia y cuáles son sus formas”, asegura.
“Si personas como nosotros construyeron una sociedad machista, nuestro deber radica en ser capaces de reconstruirla”, sostiene Pintor.
Entre las proyecciones de Comunidad 23 está un proyecto presentado al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, dirigido al montaje de minindustrias.
“Quienes van a dirigir y participar en las pequeñas industrias serán en su mayoría mujeres. Tenemos muchas, incluso graduadas, que no tienen trabajo aquí”, destaca Gil.
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