Han transcurrido cinco años desde que el presidente Barack Obama aprobó la Ley de Recuperación y Reinversión (el “estímulo económico”). Con el paso del tiempo ha quedado claro que la ley ha hecho muchísimo bien. Ha contribuido a terminar con la caída en picado de la economía; ha creado o conservado millones de puestos de trabajo; ha dejado un importante legado de inversión pública y privada.
También ha sido un desastre político. Y las consecuencias de ese desastre político —la percepción de que el estímulo no ha funcionado— han perseguido a la política económica desde entonces.
Empecemos por las cosas buenas que hizo el estímulo.
El motivo del estímulo fue que padecíamos un enorme déficit en el gasto general y que el daño sufrido por la economía a causa de la crisis financiera y el estallido de la burbuja inmobiliaria era tan grave que la Reserva Federal, que normalmente combate las recesiones rebajando los tipos de interés a corto plazo, no era capaz de superar esta depresión por sus propios medios. La idea, por tanto, era proporcionar un incentivo temporal haciendo que el Gobierno gastase más dinero directamente y, usando las bajadas de impuestos y las ayudas públicas, incrementar los ingresos de las familias para estimular el gasto privado.
Quienes se oponían al estímulo argumentaban ruidosamente que el gasto deficitario pondría los tipos de interés por las nubes y “desplazaría” el gasto privado. Sin embargo, los defensores respondían que el desplazamiento —un problema real cuando la economía está cerca del pleno empleo— no se daría en una economía profundamente deprimida, rebosante de exceso de capacidad y de ahorros. Y los defensores del estímulo tenían razón: lejos de dispararse, los tipos de interés cayeron hasta estar más bajos que nunca.
Europa nos ofrece un ejemplo sobre los efectos de los cambios drásticos en el gasto público
¿Y qué hay de las pruebas positivas sobre los beneficios del estímulo? Eso es más complicado, porque resulta difícil separar los efectos de la Ley de Recuperación de las demás cosas que estaban sucediendo por entonces. No obstante, los estudios más detallados han encontrado pruebas de efectos muy positivos en el empleo y la producción.
Y lo más importante, diría yo, es el enorme experimento natural que nos ha ofrecido Europa sobre los efectos que tienen los cambios drásticos en el gasto público. Verán, algunos de los miembros de la eurozona —el grupo de países que comparten la moneda común europea—, aunque no todos, se vieron obligados a imponer una austeridad fiscal draconiana, es decir, un estímulo negativo. Si quienes se oponían al estímulo hubiesen tenido razón acerca del modo en que funciona el mundo, estos programas de austeridad no habrían tenido efectos económicos negativos graves, porque los recortes del gasto público se habrían visto compensados por el aumento del gasto privado. De hecho, la austeridad provocó una caída nefasta (en algunos casos, catastrófica) de la producción y el empleo. Y el gasto privado de los países que impusieron una austeridad muy estricta acabó reduciéndose, no aumentando, lo que amplificó los efectos directos de los recortes gubernamentales.
Por tanto, todas las pruebas indican que el estímulo de Obama tuvo importantes efectos positivos a corto plazo. Y, sin duda, hubo también beneficios a largo plazo: las grandes inversiones en todo, desde las energías renovables hasta los historiales médicos electrónicos.
Entonces, ¿por qué todos —o, para ser más exactos, todos excepto quienes han estudiado este asunto en profundidad— creen que el estímulo fue un fracaso? Porque la economía de EE UU siguió obteniendo malos resultados —no desastrosos, pero sí malos— después de que la ley entrase en vigor.
La razón no es ningún misterio: Estados Unidos estaba haciendo frente a las consecuencias de una gigantesca burbuja inmobiliaria. Todavía hoy, la vivienda solo se ha recuperado hasta cierto punto y los consumidores siguen siendo rehenes de las enormes deudas que contrajeron durante los años de la burbuja. Además, el estímulo fue demasiado pequeño y demasiado corto para hacer frente a ese terrible legado.
Al quedarse corta, la ley ha acabado desacreditando la idea en sí del estímulo
Y no se trata, por cierto, de inventar excusas a posteriori. Los lectores habituales saben que yo, prácticamente, estaba que me subía por las paredes en 2009, advirtiendo de que la Ley de Recuperación era insuficiente y de que, al quedarse corta, la ley acabaría desacreditando la idea en sí del estímulo. Y eso fue lo que ocurrió.
Hay un debate que viene de largo sobre si el Gobierno de Obama pudo haber conseguido más. El Gobierno agravó el problema con unas previsiones excesivamente optimistas, basadas en la falsa premisa de que la economía se recuperaría rápidamente una vez que volviese la confianza en el sistema financiero.
Pero todo eso es agua pasada. Lo importante es que la política fiscal de EE UU tomó un rumbo completamente equivocado después de 2010. Al existir la percepción de que el estímulo había fracasado, la creación de empleo prácticamente desapareció de la retórica de Washington, reemplazada por una preocupación obsesiva por el déficit presupuestario. El gasto público, que había crecido temporalmente gracias a la Ley de Recuperación y a programas de protección social como los cupones para alimentos y las prestaciones por desempleo, empezó a reducirse, y la inversión pública fue la más perjudicada. Y este antiestímulo ha destruido millones de puestos de trabajo.
En otras palabras, la historia del estímulo es, a grandes rasgos, trágica. Una iniciativa política que era buena, pero no lo bastante buena, terminó viéndose como un fracaso, y ello nos llevó a tomar un camino equivocado y tremendamente destructivo.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel 2008.
© New York Times Service 2014
Traducción de News Clips
También ha sido un desastre político. Y las consecuencias de ese desastre político —la percepción de que el estímulo no ha funcionado— han perseguido a la política económica desde entonces.
Empecemos por las cosas buenas que hizo el estímulo.
El motivo del estímulo fue que padecíamos un enorme déficit en el gasto general y que el daño sufrido por la economía a causa de la crisis financiera y el estallido de la burbuja inmobiliaria era tan grave que la Reserva Federal, que normalmente combate las recesiones rebajando los tipos de interés a corto plazo, no era capaz de superar esta depresión por sus propios medios. La idea, por tanto, era proporcionar un incentivo temporal haciendo que el Gobierno gastase más dinero directamente y, usando las bajadas de impuestos y las ayudas públicas, incrementar los ingresos de las familias para estimular el gasto privado.
Quienes se oponían al estímulo argumentaban ruidosamente que el gasto deficitario pondría los tipos de interés por las nubes y “desplazaría” el gasto privado. Sin embargo, los defensores respondían que el desplazamiento —un problema real cuando la economía está cerca del pleno empleo— no se daría en una economía profundamente deprimida, rebosante de exceso de capacidad y de ahorros. Y los defensores del estímulo tenían razón: lejos de dispararse, los tipos de interés cayeron hasta estar más bajos que nunca.
Europa nos ofrece un ejemplo sobre los efectos de los cambios drásticos en el gasto público
¿Y qué hay de las pruebas positivas sobre los beneficios del estímulo? Eso es más complicado, porque resulta difícil separar los efectos de la Ley de Recuperación de las demás cosas que estaban sucediendo por entonces. No obstante, los estudios más detallados han encontrado pruebas de efectos muy positivos en el empleo y la producción.
Y lo más importante, diría yo, es el enorme experimento natural que nos ha ofrecido Europa sobre los efectos que tienen los cambios drásticos en el gasto público. Verán, algunos de los miembros de la eurozona —el grupo de países que comparten la moneda común europea—, aunque no todos, se vieron obligados a imponer una austeridad fiscal draconiana, es decir, un estímulo negativo. Si quienes se oponían al estímulo hubiesen tenido razón acerca del modo en que funciona el mundo, estos programas de austeridad no habrían tenido efectos económicos negativos graves, porque los recortes del gasto público se habrían visto compensados por el aumento del gasto privado. De hecho, la austeridad provocó una caída nefasta (en algunos casos, catastrófica) de la producción y el empleo. Y el gasto privado de los países que impusieron una austeridad muy estricta acabó reduciéndose, no aumentando, lo que amplificó los efectos directos de los recortes gubernamentales.
Por tanto, todas las pruebas indican que el estímulo de Obama tuvo importantes efectos positivos a corto plazo. Y, sin duda, hubo también beneficios a largo plazo: las grandes inversiones en todo, desde las energías renovables hasta los historiales médicos electrónicos.
Entonces, ¿por qué todos —o, para ser más exactos, todos excepto quienes han estudiado este asunto en profundidad— creen que el estímulo fue un fracaso? Porque la economía de EE UU siguió obteniendo malos resultados —no desastrosos, pero sí malos— después de que la ley entrase en vigor.
La razón no es ningún misterio: Estados Unidos estaba haciendo frente a las consecuencias de una gigantesca burbuja inmobiliaria. Todavía hoy, la vivienda solo se ha recuperado hasta cierto punto y los consumidores siguen siendo rehenes de las enormes deudas que contrajeron durante los años de la burbuja. Además, el estímulo fue demasiado pequeño y demasiado corto para hacer frente a ese terrible legado.
Al quedarse corta, la ley ha acabado desacreditando la idea en sí del estímulo
Y no se trata, por cierto, de inventar excusas a posteriori. Los lectores habituales saben que yo, prácticamente, estaba que me subía por las paredes en 2009, advirtiendo de que la Ley de Recuperación era insuficiente y de que, al quedarse corta, la ley acabaría desacreditando la idea en sí del estímulo. Y eso fue lo que ocurrió.
Hay un debate que viene de largo sobre si el Gobierno de Obama pudo haber conseguido más. El Gobierno agravó el problema con unas previsiones excesivamente optimistas, basadas en la falsa premisa de que la economía se recuperaría rápidamente una vez que volviese la confianza en el sistema financiero.
Pero todo eso es agua pasada. Lo importante es que la política fiscal de EE UU tomó un rumbo completamente equivocado después de 2010. Al existir la percepción de que el estímulo había fracasado, la creación de empleo prácticamente desapareció de la retórica de Washington, reemplazada por una preocupación obsesiva por el déficit presupuestario. El gasto público, que había crecido temporalmente gracias a la Ley de Recuperación y a programas de protección social como los cupones para alimentos y las prestaciones por desempleo, empezó a reducirse, y la inversión pública fue la más perjudicada. Y este antiestímulo ha destruido millones de puestos de trabajo.
En otras palabras, la historia del estímulo es, a grandes rasgos, trágica. Una iniciativa política que era buena, pero no lo bastante buena, terminó viéndose como un fracaso, y ello nos llevó a tomar un camino equivocado y tremendamente destructivo.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel 2008.
© New York Times Service 2014
Traducción de News Clips
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