"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

jueves, 26 de marzo de 2015

Una carta de Aurelio Alonso

Querido Camilo(1): 

Hace algún tiempo recibí este mensaje tuyo con la opinión de La Joven Cuba, que me pareció muy valiosa(2). Me motivó desde que lo leí, positivamente, porque vi en sus criterios una saludable lucidez, una comprensión de la importancia de buscar la democracia verdadera que nunca ha podido alcanzar la institucionalidad republicana, y que seguimos pensando solamente como socialista. El material se coloca en el centro del debate sobre el cambio y me cuesta meterme en el tema como habría que hacer. Pero hace ya un mes que lo recibí, y tampoco quiero dejar pasar más tiempo sin darte un criterio, rápido, un tanto improvisado y forzosamente incompleto (aunque no eres el autor, pero te creo el mejor canal) allí donde percibo más significativos mis disensos, siempre menores que lo que comparto con la propuesta. Me refiero, en primer lugar al epígrafe 5, donde veo reducido el problema del papel del partido a la separación de los cargos de máxima dirección del país. Para mí el problema parte del papel mismo del partido, que no considero deba estar investido de “mandato imperativo” a ninguna instancia, lo que lo hará interferir siempre con el Estado y, en consecuencia, con toda posibilidad de establecer un verdadero “poder popular”. He puesto por escrito varias veces estos criterios. Dentro del canon vigente (el supuesto de que el partido dirige al Estado), por sensatos, acertados, consensuados, justos y comprensivos que puedan ser los órganos de dirección, no pueden generar otra cosa que partidocracia (es decir autoritarismo partidario). Cuando es el partido el que decide, decide una elite. Que sean los mejores o no lo sean –incluso desde una definición programática– es un dato coyuntural, porque pueden dejar de serlo en otra generación, y creer que esta relación puede expresar una estructura democrática es un desacierto (la historia lo mostró ya). Se puede contar con un “rey bueno” o un “rey malo”, pero esa diferencia no cambia el sentido de la monarquía. En resumen, que pienso seriamente que es necesario superar la idea de que el partido dirija al Estado por la idea de que el pueblo dirija al Estado, sacar al partido de la cadena de poder (con la complicidad, por comprensión, del partido mismo en ese cambio) y potenciar su función, decisiva, eminentemente formativa, de dimensión ética, tutelar de principios. Estimo que al Partido de la Revolución no le toca el dictamen político sino propiciar que ese dictamen responda a un contenido ético coherente (habría mucha tela que cortar, falta mucho debate por el camino).

Un corolario de lo que digo hasta aquí es que la coincidencia de la jefatura del Estado y la del Partido no es deseable por varias razones. La más importante es que confunde la responsabilidad de las dos funciones, la de dirigir el Estado y la de dirigir una de las instituciones de la sociedad. Siempre he pensado (tal vez no siempre pero al menos en las dos últimas décadas) que el partido también está dentro del Estado, no por encima de él; que nada hay por encima del Estado, el cual abarca a toda la sociedad, y que cuando decimos que el partido dirige al Estado lo denotamos como instancia de poder, parte orgánica del mismo Estado (es otro debate pendiente que va más allá de la experiencia cubana para adentrarse en los problemas teóricos y prácticos del socialismo como sistema político).

Estamos hablando del Partido de la Revolución, ya sea que se justifique como ordenamiento de la unificación de fuerzas (de la manera en que se constituyó históricamente nuestro PCC), o en un contexto social que requiera, o al menos que aconseje, la legitimación institucional de otras fuerzas partidarias en competencia (aunque pienso que la tradición pluripartidista cubana previa a la revolución descarta ese legado), porque institucionalmente fuesen expresivas de sectores de la voluntad y de los intereses populares no contemplados de otro modo. Pero, volviendo al centro del tema, creo percibir de las experiencias socialistas del siglo XX que la idea de partido vanguardia se deforma al traducirse en partido poder. En consecuencia el debate real no es sobre si es uno o si son varios, sino sobre la naturaleza misma del papel del partido de la Revolución, ya sea que la historia concreta justifique que sea único o que exista en el marco de una concurrencia de partidos. Claro que en este último caso (la factibilidad del socialismo pluripartidista, que sería absurdo excluir) tampoco compartiría yo la idea de la conversión del sufragio en esa suerte de mercadeo electoral prevaleciente, insuperable desde el proyecto liberal mismo. La defensa a ultranza del pluripartidismo, en la cual se cae con frecuencia, se me antoja una falsa valorización de la diversidad, una transgresión de sus fronteras como cualidad positiva. Esa idea de partido, y ese locus institucional, es algo a descartar del ideal de la ética democrática, aun si hay que reconocer que no se trata de un problema sencillo, a resolver con un decreto, con declaraciones de principios ni con reformas: de ningún modo se trata de un mero cambio jurídico sino que toca de lleno a la conciencia social. Al cual se podría arribar por el empoderamiento que arraigaría en la base social la participación popular efectiva en la toma de decisiones. Y que debiera comenzar, en términos institucionales –desde el interior del partido mismo. Como ves, rebaso lo obtenible de una reforma constitucional o lo factible en una nueva constitución hic et nunc. ¿Pero cómo proyectarnos en el corto plazo si no tenemos consensuado lo que deseamos en el largo? Claro que no en el mismo nivel de detalle, pero sí como ideal.

Dicho esto, sigue el problema de definir si el presidente lo es del Consejo de Estado o de la República, si dirige el órgano electo por la ANPP o si dirige el país: la incongruencia de nuestra constitucionalidad es que lo elegimos como para dirigir un Consejo y lo investimos en la práctica como el dirigente del país, y quien dirige el país debería contar, para hacerlo, con el apoyo mayoritario, explícitado en las urnas, del electorado del país. Creo que sería lo plausible, aunque no estoy seguro de que hayamos madurado para implementarlo. Sin embargo no dudo que se llegará a hacer así, y valdría la pena que no perdiéramos mucho tiempo en ello. Para resumir mi punto de vista, me inclino por 1) una Presidencia de la República electa por votación popular directa y secreta, en un sistema de reelección, preferentemente sin límite de períodos (que sea el voto popular el que decida si reelegir o no). 2) Partir de una candidatura acordada en plenaria por la ANPP entre los diputados ya electos (no desde comisiones electorales), pues considero que la condición de diputado electo por el pueblo constituye una cantera más idónea que una propuesta de Buro Político, o de otra instancia política (es decir, que los candidatos sean diputados escogidos por el pleno de la Asamblea). 3) Que la pluralidad sea un requisito de la configuración de la candidatura, pues elegir siempre supone hacerlo entre varios candidatos (con o sin límite…, no sé, pero habría que prever incluso la segunda vuelta), y que la elección presidencial se efectúe para el cargo de la presidencia de la República exclusivamente. 4) Contemplo la reducción de las vicepresidencias a una sola, que correspondería a la segunda votación de la elección presidencial. 5) Dentro de este esquema el Consejo de Estado sería elegido con posterioridad a la elección presidencial, por la ANPP y ya con la participación del Presidente y el Vicepresidente electos por la población (esta idea invertiría la lógica actual, en que el Consejo de Estado, órgano colegiado electo por la Asamblea, elige su Presidencia, por la elección directa que le otorga al Jefe de Estado el mandato popular sin mediaciones, lo cual potencia el empoderamiento participativo de la población).

Bueno, Camilo, creo que por ahora has logrado que me agote –ahora sí– pero valga para calentar los motores del debate. Felicito a los compas de La Joven Cuba por su disposición al ejercicio de pensar. Tengo más en el jubón, pero lo dejo a beneficio de inventario. Abrazos,


Aurelio


(1) Camilo Pérez Casal
(2) http://jovencuba.com/2015/02/13/reestructurar-nuestra-democracia/

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