J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley
BERKELEY – A menos que en 2014 ocurra algo muy inesperado, el nivel de PIB real per cápita de Estados Unidos alcanzará y superará el de 2007. No son buenas noticias.
¿Por qué? Consideremos que durante los dos ciclos económicos anteriores a la caída de 2007, el PIB real per cápita de la economía estadounidense creció a un ritmo anual promedio del 2%. De hecho, así fue a lo largo de más o menos un siglo. Así, hoy el producto estadounidense está siete años (o un 14%) por debajo del nivel que se podía esperar razonablemente en 2007. Y no hay nada a la vista que pueda hacerle volver, o siquiera acercarse, al crecimiento anterior a la crisis financiera de 2008. El único consuelo (bastante deprimente, por cierto) es que a Europa y Japón les está yendo mucho peor en comparación con ese año.
Por tanto, la insuficiencia del rendimiento per cápita anual de la economía estadounidense en 2014 equivaldrá a $9000 por persona al año que no se habrán destinado a productos de consumo, vacaciones ni inversiones, entre otros. Para fines de 2014 el coste de oportunidad perdida acumulado per cápita debido a la crisis y sus secuelas habrá ascendido a cerca de $60.000.
Si lo proyectamos al futuro (sin nada en el horizonte que pueda hacer regresar a los Estados Unidos al ritmo de crecimiento anterior a 2008) con la tasa de descuento anual del 6% que aplicamos a las ganancias de capital, los costes futuros son de $150.000 per cápita. Si usamos la tasa de descuento real anual del 1,6% con que el Tesoro de EE.UU. puede tomar préstamos a través de los bonos de tesorería protegidos a 30 años contra la inflación, los costes per cápita futuros llegan a los $550.000. Y si se combinan los costes del empleo y el capital inactivos durante la recesión y el daño al ritmo de crecimiento futuro de la economía estadounidense, las pérdidas oscilan entre 3,5 y 10 años de producto total.
Se trata de una proporción mayor de las capacidades productivas de Estados Unidos que las que se perdieron a causa de la Gran Depresión, y eso que nuestra economía es 16 veces más grande que en 1928 (5,5 veces mayor en términos per cápita). Así que a menos que algo (y tendría que ser de mucho peso) nos haga regresar a la trayectoria de crecimiento previa a 2008, los historiadores económicos del futuro no verán la Gran Depresión como el ciclo económico más desastroso de la era industrial, sino el que estamos viviendo.
Uno podría pensar que un desastre macroeconómico de tal envergadura, que arrebata a una familia estadounidense promedio de cuatro miembros $36.000 al año en bienes y servicios útiles y que amenaza con hacer que los estadounidenses sean más pobres de lo que podrían, y a lo largo de varias décadas, sería un toque de alerta para las autoridades. Se podría suponer que los líderes de Estados Unidos se apresurarían a formular políticas que apunten a que la economía retome su rumbo previo a 2008: recuperar los niveles de empleo, despejar las hipotecas sin valor comercial actual, restaurar la capacidad de toma de riesgos de los mercados financieros y estimular la inversión.
No es el caso. Parte del motivo es que en la cima no hay crisis. Según las mejores estimaciones, la proporción del ingreso general del 10% más rico de EE.UU. superó el 50% en 2012 por primera vez en la historia, mientras que 22% del ingreso que correspondió al 1% más rico se superó solamente en 2007, 2006 y 1928. Los ingresos del 10% más rico son dos tercios más altos que hace 20 años, mientras que los del 1% más rico se han más que duplicado.
De este modo, quienes forman parte de los estratos superiores sienten que les está yendo bien en las actuales circunstancias de la economía estadounidense, y de hecho así es. Solo quienes dedican más tiempo que lo recomendable a hablar con macroeconomistas competentes saben que nos podría ir incluso mejor si se requilibrara la economía con pleno empleo. De manera que se entiende la falta de apuro entre los 10% y 1% más ricos de Estados Unidos y, por consiguiente, la ausencia de presiones políticas para hacer que la economía recupere el rumbo anterior a 2008.
Pero para todo el resto, es decir cerca de un 90% de los estadounidenses, no se ha elevado el ingreso en comparación con el de hace 10 o 20 años, para compensar lo que ahora parece una década que se ha perdido del todo. Al contrario, han seguido perdiendo terreno.
Cuando la desigualdad del ingreso comenzó a ampliarse en los años 80 y 90, quienes nos devanamos los sesos estudiando la historia del Atlántico Norte esperamos ser testigos de una reacción política. Creíamos que la interacción democrática crearía contrapesos al poder en ascenso de una clase económica privilegiada y, en gran medida, parasitaria. En especial si su influencia hacía que los gobiernos incumplieran sus compromisos de crear pleno empleo y generar una prosperidad cada vez mejor distribuida.
Después de todo, en la Inglaterra de principios del siglo diecinueve la creciente desigualdad causada por la Revolución Industrial dio origen a movimientos que promovieron la regulación estatal en favor de los intereses de las clases media y trabajadora, y que los ingresos reales se reequilibraran para evitar su concentración en los terratenientes ricos. De manera similar, la Gran Depresión generó enormes presiones políticas para que se produjeran reformas y cambios (a menudo destructivos y peligrosos, pero cambios al fin y al cabo).
¿Por qué Estados Unidos no puede generar movimientos similares hoy? Ahora que hemos llegado al punto en que esta es una interrogante válida, la mayoría de los estadounidenses deberíamos estar tan preocupados por la calidad de nuestra democracia como por la desigualdad de nuestros ingresos.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
¿Por qué? Consideremos que durante los dos ciclos económicos anteriores a la caída de 2007, el PIB real per cápita de la economía estadounidense creció a un ritmo anual promedio del 2%. De hecho, así fue a lo largo de más o menos un siglo. Así, hoy el producto estadounidense está siete años (o un 14%) por debajo del nivel que se podía esperar razonablemente en 2007. Y no hay nada a la vista que pueda hacerle volver, o siquiera acercarse, al crecimiento anterior a la crisis financiera de 2008. El único consuelo (bastante deprimente, por cierto) es que a Europa y Japón les está yendo mucho peor en comparación con ese año.
Por tanto, la insuficiencia del rendimiento per cápita anual de la economía estadounidense en 2014 equivaldrá a $9000 por persona al año que no se habrán destinado a productos de consumo, vacaciones ni inversiones, entre otros. Para fines de 2014 el coste de oportunidad perdida acumulado per cápita debido a la crisis y sus secuelas habrá ascendido a cerca de $60.000.
Si lo proyectamos al futuro (sin nada en el horizonte que pueda hacer regresar a los Estados Unidos al ritmo de crecimiento anterior a 2008) con la tasa de descuento anual del 6% que aplicamos a las ganancias de capital, los costes futuros son de $150.000 per cápita. Si usamos la tasa de descuento real anual del 1,6% con que el Tesoro de EE.UU. puede tomar préstamos a través de los bonos de tesorería protegidos a 30 años contra la inflación, los costes per cápita futuros llegan a los $550.000. Y si se combinan los costes del empleo y el capital inactivos durante la recesión y el daño al ritmo de crecimiento futuro de la economía estadounidense, las pérdidas oscilan entre 3,5 y 10 años de producto total.
Se trata de una proporción mayor de las capacidades productivas de Estados Unidos que las que se perdieron a causa de la Gran Depresión, y eso que nuestra economía es 16 veces más grande que en 1928 (5,5 veces mayor en términos per cápita). Así que a menos que algo (y tendría que ser de mucho peso) nos haga regresar a la trayectoria de crecimiento previa a 2008, los historiadores económicos del futuro no verán la Gran Depresión como el ciclo económico más desastroso de la era industrial, sino el que estamos viviendo.
Uno podría pensar que un desastre macroeconómico de tal envergadura, que arrebata a una familia estadounidense promedio de cuatro miembros $36.000 al año en bienes y servicios útiles y que amenaza con hacer que los estadounidenses sean más pobres de lo que podrían, y a lo largo de varias décadas, sería un toque de alerta para las autoridades. Se podría suponer que los líderes de Estados Unidos se apresurarían a formular políticas que apunten a que la economía retome su rumbo previo a 2008: recuperar los niveles de empleo, despejar las hipotecas sin valor comercial actual, restaurar la capacidad de toma de riesgos de los mercados financieros y estimular la inversión.
No es el caso. Parte del motivo es que en la cima no hay crisis. Según las mejores estimaciones, la proporción del ingreso general del 10% más rico de EE.UU. superó el 50% en 2012 por primera vez en la historia, mientras que 22% del ingreso que correspondió al 1% más rico se superó solamente en 2007, 2006 y 1928. Los ingresos del 10% más rico son dos tercios más altos que hace 20 años, mientras que los del 1% más rico se han más que duplicado.
De este modo, quienes forman parte de los estratos superiores sienten que les está yendo bien en las actuales circunstancias de la economía estadounidense, y de hecho así es. Solo quienes dedican más tiempo que lo recomendable a hablar con macroeconomistas competentes saben que nos podría ir incluso mejor si se requilibrara la economía con pleno empleo. De manera que se entiende la falta de apuro entre los 10% y 1% más ricos de Estados Unidos y, por consiguiente, la ausencia de presiones políticas para hacer que la economía recupere el rumbo anterior a 2008.
Pero para todo el resto, es decir cerca de un 90% de los estadounidenses, no se ha elevado el ingreso en comparación con el de hace 10 o 20 años, para compensar lo que ahora parece una década que se ha perdido del todo. Al contrario, han seguido perdiendo terreno.
Cuando la desigualdad del ingreso comenzó a ampliarse en los años 80 y 90, quienes nos devanamos los sesos estudiando la historia del Atlántico Norte esperamos ser testigos de una reacción política. Creíamos que la interacción democrática crearía contrapesos al poder en ascenso de una clase económica privilegiada y, en gran medida, parasitaria. En especial si su influencia hacía que los gobiernos incumplieran sus compromisos de crear pleno empleo y generar una prosperidad cada vez mejor distribuida.
Después de todo, en la Inglaterra de principios del siglo diecinueve la creciente desigualdad causada por la Revolución Industrial dio origen a movimientos que promovieron la regulación estatal en favor de los intereses de las clases media y trabajadora, y que los ingresos reales se reequilibraran para evitar su concentración en los terratenientes ricos. De manera similar, la Gran Depresión generó enormes presiones políticas para que se produjeran reformas y cambios (a menudo destructivos y peligrosos, pero cambios al fin y al cabo).
¿Por qué Estados Unidos no puede generar movimientos similares hoy? Ahora que hemos llegado al punto en que esta es una interrogante válida, la mayoría de los estadounidenses deberíamos estar tan preocupados por la calidad de nuestra democracia como por la desigualdad de nuestros ingresos.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
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