Michael Spence Premio Nobel de Economia
El mundo enfrenta la perspectiva de un prolongado período de débil crecimiento económico. Pero se trata de un riesgo, no del destino. La mejor forma de evitar un resultado de ese tipo es descubrir la forma de canalizar las grandes reservas de ahorro hacia inversiones del sector público que mejoren la productividad.
Las mejoras de la productividad son fundamentales para el crecimiento a largo plazo, ya que habitualmente se traducen en mayores ingresos que, a su vez, impulsan la demanda. Por supuesto, es un proceso que lleva tiempo (especialmente si, por ejemplo, quienes inicialmente reciben ese mayor ingreso ya tienen una elevada tasa de ahorro), pero con abundantes inversiones en las áreas adecuadas, se puede sostener el crecimiento de la productividad.
El peligro reside en las inversiones basadas en deuda que desplazan la demanda del futuro hacia el presente sin estimular el aumento de la productividad. Este enfoque inevitablemente conduce a una desaceleración del crecimiento y hasta puede dar lugar a una crisis financiera como la que recientemente hizo temblar a Estados Unidos y Europa.
Esas crisis causan grandes shocks de demanda negativa cuando los excesos de deuda y las caídas de los precios de los activos perjudican los balances, que luego necesitan un aumento del ahorro para recuperarse: una combinación letal para el crecimiento. Si la crisis tiene lugar en una economía con importancia sistémica, como Estados Unidos o Europa (los dos mayores mercados externos para las economías emergentes), el resultado es un déficit mundial de demanda agregada.
De hecho, las graves restricciones a la demanda son una característica clave del actual entorno económico mundial. Si bien Estados Unidos finalmente está saliendo de un prolongado período durante el cual el producto potencial superó a la demanda, el elevado desempleo continúa reprimiendo la demanda en Europa. Una de las principales víctimas es el sector de los transables en China, donde la demanda interna aún es inadecuada para cubrir el déficit y evitar una desaceleración del crecimiento del PBI.
Otra tendencia notable es que las economías se están recuperando de los recientes shocks de demanda con ritmos diferentes: aquellas más flexibles y dinámicas, como Estados Unidos y China, muestran un mejor desempeño que sus contrapartes en los mundos desarrollado y emergente. La excesiva regulación del sector de no transables en Japón ha limitado el crecimiento de su PBI durante años, mientras que las rigideces estructurales en las economías europeas impiden la adaptación a los avances tecnológicos y a las fuerzas de los mercados globales.
Las reformas orientadas a aumentar la flexibilidad de una economía siempre son difíciles –más aún en tiempos de escaso crecimiento–, porque requieren eliminar protecciones de los intereses creados en el corto plazo para lograr una mayor prosperidad en el largo plazo. Considerando esto, resulta fundamental encontrar maneras de impulsar la demanda para facilitar las reformas estructurales en las economías relevantes.
Eso nos lleva al tercer factor detrás del anémico desempeño de la economía mundial: la infrainversión, especialmente del sector público. En Estados Unidos la inversión en infraestructura se mantiene por debajo de los niveles óptimos y la inversión en la base de conocimiento y tecnología de la economía está decayendo, en parte porque la presión para mantener el liderazgo en esas áreas se ha desvanecido con el fin de la Guerra Fría. Europa, por su parte, se ve limitada por su excesiva deuda pública y sus débiles posiciones fiscales.
En el mundo emergente, India y Brasil son apenas dos casos en que la inversión inadecuada ha mantenido al crecimiento por debajo de su potencial (aunque eso puede estar cambiando en la India). La notable excepción es China, que ha mantenido niveles elevados (tal vez a veces excesivos) de inversión pública durante el período poscrisis.
Las inversiones públicas adecuadamente dirigidas pueden ayudar mucho a impulsar el desempeño económico: generan demanda agregada rápidamente, alimentan el crecimiento de la productividad al mejorar el capital humano, fomentan la innovación tecnológica y estimulan la inversión del sector privado al aumentar los rendimientos. Si bien la inversión pública no puede solucionar una gran brecha en la demanda de la noche a la mañana, sí puede acelerar la recuperación y establecer patrones de crecimiento más sostenibles.
El problema es que las políticas monetarias no convencionales en algunas de las economías más importantes han creado un entorno de bajos rendimientos y dejaron a los inversores un tanto desesperados por opciones de alto rendimiento. Muchos fondos de pensión tienen patrimonios negativos, porque los rendimientos necesarios para cubrir sus pasivos de largo plazo parecen imposibles de lograr. Mientras tanto, el capital se acumula en los balances de los adinerados y en los fondos soberanos de inversión patrimonial.
Si bien el estímulo monetario es importante para facilitar el desapalancamiento, evitar las disfunciones en el sistema financiero y mejorar la confianza de los inversores, no puede colocar a una economía en una senda de crecimiento sostenible por sí solo, algo que los funcionarios de los bancos centrales han enfatizado en reiteradas ocasiones. Las reformas estructurales, junto con una mayor inversión, también son necesarias.
Dado el grado en que la demanda insuficiente está limitando al crecimiento, la inversión debe llegar primero. Frente a las fuertes limitaciones fiscales (y políticas), los responsables de la elaboración de las políticas deben abandonar la errónea noción de que las inversiones con amplios –y, en alguna medida no apropiables– beneficios públicos deben ser financiadas solo con fondos públicos. En lugar de ello, debe establecer canales de intermediación para el financiamiento a largo plazo.
Al mismo tiempo, este enfoque implica que los responsables de las políticas deben encontrar formas para garantizar que la inversión pública genere rentabilidad para los inversores privados. Afortunadamente, existen modelos, como los aplicados a los puertos, las carreteras y los sistemas ferroviarios, además del sistema de derechos de propiedad intelectual.
Esos esfuerzos no deben verse limitados por las fronteras internacionales. Dado que aproximadamente un tercio del producto de las economías avanzadas es transable –una proporción que no hará más que aumentar, ya que los avances tecnológicos permiten el intercambio de más servicios– los beneficios de un programa para canalizar ahorros hacia la inversión pública se derramarían hacia otras economías.
Este es el motivo por el cual el G20 debiera fomentar la inversión pública de sus países miembros, mientras que las instituciones financieras internacionales, los bancos de desarrollo y los gobiernos nacionales debieran canalizar el capital privado hacia la inversión pública, con rentabilidades adecuadas. Con un enfoque de ese tipo, la «nueva normalidad» de la economía podría pasar de su actual trayectoria mediocre a una de sólido crecimiento sostenible.
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Tomado de Project Syndicate-
El mundo enfrenta la perspectiva de un prolongado período de débil crecimiento económico. Pero se trata de un riesgo, no del destino. La mejor forma de evitar un resultado de ese tipo es descubrir la forma de canalizar las grandes reservas de ahorro hacia inversiones del sector público que mejoren la productividad.
Las mejoras de la productividad son fundamentales para el crecimiento a largo plazo, ya que habitualmente se traducen en mayores ingresos que, a su vez, impulsan la demanda. Por supuesto, es un proceso que lleva tiempo (especialmente si, por ejemplo, quienes inicialmente reciben ese mayor ingreso ya tienen una elevada tasa de ahorro), pero con abundantes inversiones en las áreas adecuadas, se puede sostener el crecimiento de la productividad.
El peligro reside en las inversiones basadas en deuda que desplazan la demanda del futuro hacia el presente sin estimular el aumento de la productividad. Este enfoque inevitablemente conduce a una desaceleración del crecimiento y hasta puede dar lugar a una crisis financiera como la que recientemente hizo temblar a Estados Unidos y Europa.
Esas crisis causan grandes shocks de demanda negativa cuando los excesos de deuda y las caídas de los precios de los activos perjudican los balances, que luego necesitan un aumento del ahorro para recuperarse: una combinación letal para el crecimiento. Si la crisis tiene lugar en una economía con importancia sistémica, como Estados Unidos o Europa (los dos mayores mercados externos para las economías emergentes), el resultado es un déficit mundial de demanda agregada.
De hecho, las graves restricciones a la demanda son una característica clave del actual entorno económico mundial. Si bien Estados Unidos finalmente está saliendo de un prolongado período durante el cual el producto potencial superó a la demanda, el elevado desempleo continúa reprimiendo la demanda en Europa. Una de las principales víctimas es el sector de los transables en China, donde la demanda interna aún es inadecuada para cubrir el déficit y evitar una desaceleración del crecimiento del PBI.
Otra tendencia notable es que las economías se están recuperando de los recientes shocks de demanda con ritmos diferentes: aquellas más flexibles y dinámicas, como Estados Unidos y China, muestran un mejor desempeño que sus contrapartes en los mundos desarrollado y emergente. La excesiva regulación del sector de no transables en Japón ha limitado el crecimiento de su PBI durante años, mientras que las rigideces estructurales en las economías europeas impiden la adaptación a los avances tecnológicos y a las fuerzas de los mercados globales.
Las reformas orientadas a aumentar la flexibilidad de una economía siempre son difíciles –más aún en tiempos de escaso crecimiento–, porque requieren eliminar protecciones de los intereses creados en el corto plazo para lograr una mayor prosperidad en el largo plazo. Considerando esto, resulta fundamental encontrar maneras de impulsar la demanda para facilitar las reformas estructurales en las economías relevantes.
Eso nos lleva al tercer factor detrás del anémico desempeño de la economía mundial: la infrainversión, especialmente del sector público. En Estados Unidos la inversión en infraestructura se mantiene por debajo de los niveles óptimos y la inversión en la base de conocimiento y tecnología de la economía está decayendo, en parte porque la presión para mantener el liderazgo en esas áreas se ha desvanecido con el fin de la Guerra Fría. Europa, por su parte, se ve limitada por su excesiva deuda pública y sus débiles posiciones fiscales.
En el mundo emergente, India y Brasil son apenas dos casos en que la inversión inadecuada ha mantenido al crecimiento por debajo de su potencial (aunque eso puede estar cambiando en la India). La notable excepción es China, que ha mantenido niveles elevados (tal vez a veces excesivos) de inversión pública durante el período poscrisis.
Las inversiones públicas adecuadamente dirigidas pueden ayudar mucho a impulsar el desempeño económico: generan demanda agregada rápidamente, alimentan el crecimiento de la productividad al mejorar el capital humano, fomentan la innovación tecnológica y estimulan la inversión del sector privado al aumentar los rendimientos. Si bien la inversión pública no puede solucionar una gran brecha en la demanda de la noche a la mañana, sí puede acelerar la recuperación y establecer patrones de crecimiento más sostenibles.
El problema es que las políticas monetarias no convencionales en algunas de las economías más importantes han creado un entorno de bajos rendimientos y dejaron a los inversores un tanto desesperados por opciones de alto rendimiento. Muchos fondos de pensión tienen patrimonios negativos, porque los rendimientos necesarios para cubrir sus pasivos de largo plazo parecen imposibles de lograr. Mientras tanto, el capital se acumula en los balances de los adinerados y en los fondos soberanos de inversión patrimonial.
Si bien el estímulo monetario es importante para facilitar el desapalancamiento, evitar las disfunciones en el sistema financiero y mejorar la confianza de los inversores, no puede colocar a una economía en una senda de crecimiento sostenible por sí solo, algo que los funcionarios de los bancos centrales han enfatizado en reiteradas ocasiones. Las reformas estructurales, junto con una mayor inversión, también son necesarias.
Dado el grado en que la demanda insuficiente está limitando al crecimiento, la inversión debe llegar primero. Frente a las fuertes limitaciones fiscales (y políticas), los responsables de la elaboración de las políticas deben abandonar la errónea noción de que las inversiones con amplios –y, en alguna medida no apropiables– beneficios públicos deben ser financiadas solo con fondos públicos. En lugar de ello, debe establecer canales de intermediación para el financiamiento a largo plazo.
Al mismo tiempo, este enfoque implica que los responsables de las políticas deben encontrar formas para garantizar que la inversión pública genere rentabilidad para los inversores privados. Afortunadamente, existen modelos, como los aplicados a los puertos, las carreteras y los sistemas ferroviarios, además del sistema de derechos de propiedad intelectual.
Esos esfuerzos no deben verse limitados por las fronteras internacionales. Dado que aproximadamente un tercio del producto de las economías avanzadas es transable –una proporción que no hará más que aumentar, ya que los avances tecnológicos permiten el intercambio de más servicios– los beneficios de un programa para canalizar ahorros hacia la inversión pública se derramarían hacia otras economías.
Este es el motivo por el cual el G20 debiera fomentar la inversión pública de sus países miembros, mientras que las instituciones financieras internacionales, los bancos de desarrollo y los gobiernos nacionales debieran canalizar el capital privado hacia la inversión pública, con rentabilidades adecuadas. Con un enfoque de ese tipo, la «nueva normalidad» de la economía podría pasar de su actual trayectoria mediocre a una de sólido crecimiento sostenible.
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Tomado de Project Syndicate-
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