David Brooks, La Jornada
Estados Unidos está obligado a optar entre un protofascista y una republicana moderada.
Lo que recupera la fe en este pueblo es el hecho inusitado de que las grandes mayorías reprueban ambas opciones ofrecidas por las cúpulas y, según un sondeo de esta semana pasada, ocho de cada 10 votantes consideran que esta contienda es asquerosa.
Si la elección de verdad expresara la voluntad de la mayoría del pueblo (o sea, la supuesta definición de este ejercicio), casi toda la clase política, desde los candidatos presidenciales a casi todo el Congreso (el cual ahora goza una tasa de aprobación de 15 por ciento), serían derrotados y expulsados de sus puestos. El veredicto de la mayoría es ninguno de estos.
Pero en la elección presidencial, uno de estos dos ganará. Al final, esta elección gira en torno de la opción protofascista. La resistencia se marca más en la expresión de opiniones, pero no se convierte en acción política. Tal vez lo más sorprendente es que ante la amenaza clara y presente de esta expresión de demagogia derechista –sus inaceptables comentarios sobre las mujeres, los migrantes, los medios de comunicación o los musulmanes; sus propuestas, que implican la violación masiva de derechos civiles y humanos, y sus declaraciones mesiánicas, combinadas con su populismo, que llevan a una constante comparación con elementos de Mussolini, Hitler, Berlusconi, Ross Perot, George Wallace y más– está la ausencia de una movilización masiva, gigantesca, en su contra, en las calles, en las plazas, en sus festejos y actos, con un lema histórico y sencillo: No pasarán.
Claro que hubo protesta, pero no la suficiente para impedir que por primera vez en la historia del país una expresión con tintes fascistas se encuentre en la antesala de la Casa Blanca y no se sabe si pasarán o no.
La pregunta que más está en el aire es ¿cómo es posible que Trump tenga posibilidades de ganar?
Sea cual fuere la explicación –y es sumamente compleja, pero gira sobre las consecuencias de la aplicación de políticas neoliberales durante tres décadas, las divisiones y corrientes históricas de un país, sus dramáticos cambios socioeconómicos y demográficos, y una mayoría que ya no confía en las instituciones políticas del país–, ya nadie puede apostar sobre qué sucederá no sólo en las próximas 48 horas, sino en los próximos meses y años en este país.
Una de las cosas que quedan al descubierto en esta elección es el estado de putrefacción de la clase política. La mayoría expresa eso en casi todo sondeo, y los dos candidatos insurgentes dentro de los dos partidos principales sorprendieron a las cúpulas justo porque la respuesta popular a su mensaje de que el sistema está amañado, y sobre todo en el mensaje del socialista democrático Bernie Sanders de que la democracia está secuestrada por una oligarquía y el pueblo la tiene que rescatar, generó una ola que continúa haciendo temblar a los más poderosos.
A veces la cúpula de este país se parece a la de un país bananero bajo control de unas cuantas familias y donde los dueños de la nación y sus títeres, sin importar sus disfraces políticos, juegan, cenan y se casan entre sí. Hay una foto famosa de Bill y Hillary Clinton muertos de risa al lado de Donald Trump y su esposa Melania en la fiesta de la boda del multimillonario en su mansión en Florida, en 2005. El ex presidente fue invitado a ser miembro del club de golf de Trump en Nueva York, donde ambos han jugado juntos antes de esta contienda. El republicano donó miles a las campañas electorales de Hillary al Senado, y unos 100 mil dólares de su fundación a la Fundación Clinton.
Pero este año se vino abajo el escenario construido por los dueños del sistema para el gran espectáculo titulado democracia, donde el pueblo no tiene un papel estelar, más bien es un extra. Todo quedó al descubierto, aunque los políticos están insistiendo en que el show tiene que seguir.
Por ahora en este show desgastado, frente al Frankenstein que surgió del pantano republicano, no queda más que una sola opción. Maureen Dowd, columnista del New York Times, escribió en agosto que el sector republicano tradicional, asqueado por Trump como su abanderado, no debería preocuparse porque “ya tiene a alguien del uno por ciento que estará perfectamente bien en la Oficina Oval, alguien en que pueden confiar para ayudar a Wall Street, apoyar a la Cámara de Comercio, abrazar a los hedge funds, asegurar los acuerdos comerciales tan queridos por el empresariado estadounidenses, que buscara consejo de Henry Kissinger y promoverá la posición halcona, desatando el infierno sobre Siria y quien sabe dónde más. Los republicanos tienen a su candidata: Hillary Clinton”.
Si gana el Frankenstein insurgente, el outsider. no necesariamente habrá la revolución que promete: ya se filtró que su potencial secretario del Tesoro es un alto ejecutivo de Goldman Sachs, esa misma empresa que le pagaba casi un cuarto de millón de dólares por discurso a Hillary Clinton. Al final, la casa (las casas bursátiles) nunca pierde en este juego democrático.
A la vez, algunos dicen que esta coyuntura podría ser un amanecer. Si Trump es derrotado, intelectuales como Noam Chomsky o el historiador Eric Foner señalan que movimientos sociales recientes, casi todos encabezados por jóvenes, desde Ocupa Wall Street a la insurgencia electoral de Sanders, a Black Lives Matter, los dreamers, los del movimiento ambientalista, ahora encabezado por indígenas, están moviendo el panorama hacia la izquierda y por ello podrán obligar a Clinton y otros en la cúpula a tener que responder a sus presiones, abriendo así un capitulo liberal después de frenar la noche derechista. Casi donde veas, algo está sucediendo entre fuerzas pro democráticas en este país, afirmó Chomsky recientemente. “¿Cómo se desarrollarán? Pues eso depende de nosotros… El activismo de las últimas dos décadas esta ahí en algún lugar. Sólo necesita organizarse”.
Mientras tanto, en las próximas horas tal vez se necesita susurrar (mejor gritar) con un poquito de esperanza en los patios de todas las casas: Estirar, estirar, que el demonio va a pasar.
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